Bilbao, donde el arte lo cambió todo
Se cumplen veinte años de la apertura del Guggenheim, muy buena excusa para conocer esta ciudad portuaria transformada en maravilla arquitectónica, desde los últimos edificios hasta los clásicos bares de pintxos
El Guggenheim cumplirá el próximo 19 de octubre veinte años como efigie de la transformación urbana experimentada por Bilbao en los 90. Desde la apertura del museo, la capital de Vizcaya colecciona medallas, como el Lee Kuan Yew World City Prize, considerado como el Premio Nobel del urbanismo, méritos de su modelo de regeneración de una ciudad fabril devenida en galería de arte vanguardista sobre las mismas osamentas de hierro de los astilleros que dormitaban como santuario de su apogeo industrial.
A la pieza maestra del arquitecto canadiense Frank Gehry la acompañan en el devenir de estos años la Torre Iberdrola, firmada por el tucumano César Pelli; las estaciones de metro futuristas proyectadas por Norman Foster; la psicodélica Alhóndiga de Philippe Starck, un centro cultural construido en un viejo almacén de vinos.
También rematan su nuevo perfil el puente Zubizuri del valenciano Santiago Calatrava, las torres del japonés Arata Isozaki y una ría que testimonia en su traza los nuevos relieves de su composición. Las piezas de orfebrería a escala monumental, confeccionadas por primeros espadas de la arquitectura contemporánea, hacen juego con los atributos acumulados por la Villa desde su creación en el 1300.
Proletaria y aristocrática a dos puntas, canalla en toda su dimensión, la ciudad vive fogoneada por una gastronomía de antología, reactualizada en la liturgia de los pintxos y el callejeo sin necesidad de coartadas. Argumentos para que los bilbaínos fanfarroneen su condición de centro del mundo, como reseñan los mapamundis que circulan en su Casco Viejo.
Hello, Frank
La metáfora está a golpe de vista. El Guggenheim, emblema de la ciudad y refugio de algunas de las piezas canónicas del arte moderno, se levanta sobre los espectros de su pasado, el industrial, el naviero, el minero. Cuando Frank Gehry oteó Bilbao desde el balcón natural del Monte Artxanda no dudó al elegir su lienzo. “Ese es el lugar”, apuró mientras apuntaba el foco a los terrenos de la antigua Compañía de Madera, sobre la margen izquierda de la ría. Durante años, en esa explanada dormían a sus anchas contenedores, chapas oxidadas, el paisaje desolador que tanto cautiva a las bandas punk noveles a la hora de hacer un clip. Un bocado de cardenal, también, para la fantasía redentora del arquitecto canadiense, decidido por un diseño en el que confluyeran “el puerto que fue y la ciudad que es”, como se encargó de definir.
Las planchas de piel de titanio que recubren la estructura, a esta altura, ya se aventuran como un ícono pop reconocible incluso para quienes no han puesto un pie en el museo. A primera vista adoptan la forma de escamas de pez o, llegado el caso, lo que el espectador libre a su imaginación. Las placas se encargan de dar cobijo a grandes áreas del edificio, mientras los muros de vidrio serpentean junto a los volúmenes de piedra caliza en una carrera irrefrenable por salirse de la tangente.
Desde el río, el cuadro semeja la silueta de un barco en homenaje a la identidad portuaria de la ciudad. Las formas sinuosas son pura artesanía de ordenador. Una oda a la asimetría y, en definitiva, una escultura de corte digital y pulso orgánico siempre cambiante. Una de las últimas grandes obras del siglo XX.
Arte sin techo
El exterior del Museo Guggenheim también reviste de exposición permanente a la vista de cualquier viandante. Puppy, el perro West Highland terrier de 12 metros de altura confeccionado con miles de flores por el estadounidense Jeff Koons, oficia de mascota adoptada por locales y turistas que se lo llevan estampado en la foto como suvenir de la excursión. El artista se propuso difuminar, como tantos otros, las fronteras de lo popular y lo elitista y en este caso quiso emular a un jardín europeo del siglo XVIII. En la orilla de la ría, la araña gigante de la escultora francesa Louise Bourgeois hechiza al transeúnte con sus múltiples lecturas, una por cada pata, que se suman al homenaje de la artista a su madre tejedora.
El museo es la obra
Desde las escaleras descendentes que discurren por la entrada principal, al pie de la céntrica calle Iparraguirre, los visitantes convergen en el vestíbulo. De allí irrumpen en el atrio, que es otra obra en sí misma, puro Gehry marca registrada. Un derrame de luz cenital irradia su estela sobre todos los confines, antes de registrarse el primer contacto entre público e interior del museo. Alrededor del patio central se conectan las galerías, entre paredes espectrales y paneles de cristal que mantienen las obsesiones del autor y su pasión por la falsa escuadra. Unos 11.000 metros cuadrados de exposiciones, distribuidos en veinte galerías ratifican el juego especular de perspectivas que le confieren a la visita un carácter de aventura. Y eso que el visitante aún no ha visto nada.
Las ocho esculturas de acero que constituyen la instalación La materia del tiempo, de Richard Serra, perviven en la memoria de los visitantes readaptando sus formas. Las piezas juegan con el registro de los espectadores, en sintonía con los otros espacios del edificio. La obra, presentada en 2005 y que alberga la sala más grande del edificio, adquirió status de clásico de la colección permanente del museo.
La exposición Obras Maestras permite contemplar una selección de piezas de referencia del último medio siglo. Sin título, del pintor estadounidense de origen letón Mark Rothko; La gran antropometría azul, del francés Yves Klein, el estribillo repetido que reverbera en las Ciento cincuenta Marlyns multicolores, de Andy Warhol; la turbadora secuencia de Nueve discursos sobre Cómodo, del estadounidense Cy Twombly, cultor de un expresionismo abstracto llevado a terreno propio. Todos relucen entre decenas de nombres de alto octanaje. La contraparte local está representada por obras de los maestros vascos Eduardo Chillida y Jorge Oteiza.
De festejo
A punto de recibir al visitante número 19 millones, el Guggenheim encara la celebración de su vigésimo aniversario desde octubre pasado con una programación artística bajo el lema El arte lo cambia todo, precedido por récords de visitas en la última Semana Santa y el mejor verano de su historia.
Por lo pronto, la dirección ha preparado 11 exposiciones temporales, tres de ellas de gran tamaño, entre las que destacan la retrospectiva dedicada al expresionismo abstracto, la centrada en las vanguardias parisinas de finales del XIX y la que aborda la obra de Bill Viola, uno de los precursores de la creación en video.
El festejo a todo trapo comenzará el fin de semana del 22 y 23 de octubre con una jornada de puertas abiertas que presagia uno de los mayores baños de masas del arte contemporáneo en su historia.
El de siempre
Hubo un tiempo en el que Bilbao fue un camposanto de hierro y hollín. A ningún bilbaíno en su sano juicio se le ocurría añorar, fuera de cualquier compulsión fetichista, los perfumes de la ría del Ibaizábal que divide a la zona antigua del Ensanche moderno. Tampoco respirar el aire viciado o evocar con suspiros las diferentes escalas de la degradación que vivió la ciudad como contraprestación a los últimos estertores de su desarrollo industrial, un período especialmente marcado por la actividad terrorista de ETA.
Sin embargo, el Casco Viejo trasciende los calendarios para reconciliar a los locales con lo mejor de su historia. El ritual de las rondas de vinos que aquí se traduce como txikiteo, la pasión por la gastronomía en todos los formatos, el comercio como procesión y encuentro social.
Si la mayoría de los habitantes de la ciudad presume de vivir en el mejor de los mundos posibles, mucho tiene que ver con el entorno de las Siete Calles: Somera, Artekale, Tendería, Belostikale, Carnicería Vieja, Barrenkale y Barrenkale Barrena. Todas ellas reivindican la solera de antaño, entre los vestigios medievales y la trama de estilos que urden sus edificios. Es, a la vez, la zona cero de la pasión local por la farra, el ocio y la gastronomía, una trinchera de autenticidad que no desdeña las querencias por lo moderno. Su tradición comercial se mantiene desde la fundación. Hay vinotecas y ropa de diseño, bares manolos –los de toda la vida– y locales hipsters.
El Casco Viejo de Bilbao es una zona declarada Monumento Histórico-Artístico, estatus justificado por los 700 años que exudan algunas de sus construcciones. En este entramado conviven los principales edificios históricos de la Villa: la Catedral de Santiago, la Iglesia de San Antón, el Teatro Arriaga, el Arenal y la Plaza Nueva que se convierte en cita obligatoria en la ronda nocturna.
En torno a sus calles brillan también los colores de la ciudad antigua, remachada en cantones, iglesias, edificios que coleccionan estilos, fachadas y balcones salidos de un relato de caballería. Un collage de estilos, desde el barroco al neoclásico y otras tantas firmas al pie.
La ruta del pintxo
La oferta de bares se extiende por buena parte de los distritos metropolitanos. El Casco Viejo, así como también Indautxu y Abando, son los circuitos preferentes para locales y turistas, aunque la curiosidad de los comensales amplió el mapa a otros rincones de la ciudad.
En el Casco Viejo, la Plaza Nueva es uno de los puntos de referencia. El entorno neoclásico romano es perfecto para iniciar el periplo. Un corredor cubierto por arcos enmarca la terraza de unos bares de postín para sentarse con los ojos cerrados. Como dicen los parroquianos, en cualquier lugar del perímetro se come “como Dios”. Pero hay jerarquías. En el Bar Bilbao, abierto desde 1911, se puede degustar el bacalao al pil pil y sus chopitos, entre un casting de 60 bocados de concurso. El Victor Montes lo precede en el tiempo. Desde 1849 ofrece sus “comestibles selectos”. Prueba de esa convicción es el pintxo de txangurro de centollo. El Bar Charly y el Sorginzulo son otros clásicos redomados. Pero mejor abrir el juego a las calles aledañas para no solventar el apetito en una sola parada.
En las calles Jardines, Bar Motrikes, Santa María (las croquetas del Txiriboga), Iturribide (deliciosos pinchos morunos y de toda clase de tortillas de Melilla y Fez), Perro y Somera hay exceso de opciones para elegir. En la orilla opuesta al Casco Viejo, cobra cada vez más protagonismo la ronda por Bilbao La Vieja. En rigor, es allí donde muchas veces acaba la noche bilbaína. Su histórico ambiente orillero cedió lugar a nuevos perfiles de bares donde también se come rico y variado.
En torno al centro de la ciudad, los senderos se bifurcan por la calle Diputación, cerca de los centros comerciales y las oficinas. También convoca la calle peatonal Ledesma, con múltiples opciones en una zona estratégicamente ubicada entre museos, calles comerciales y el centro. A su vez, Licenciado Poza es el punto de encuentro de la cofradía de hinchas del Athletic en la previa de algún encuentro en San Mamés, que queda justo al lado.
Otro clásico son las felipadas –triángulos rellenos– del Bar Alameda. En Indautxu, el camino continúa por la calle García Rivero, centro de atracción para muchos grupos de amigos que orbitan en torno a sus extraordinarios bares de tradición o de reciente estreno. En los Jardines de Albia está el mítico Café Iruña, con mucha historia en sus comandas desde que abrió en 1903.
El mapa de los garitos
La noche de Bilbao carga con el estigma de un pasado de leyenda. La década de los 80 amparó el nacimiento del Rock Radical Vasco, un underground rabioso y politizado encarnado por bandas como Kortatu, La Polla Records, Eskorbuto o Barricada. El callejeo y la gaupasa, como se conoce en el País Vasco el pasar las noches en vela hasta nuevo aviso, tenían en la ciudad un entorno de privilegio. Por eso, muchos bilbaínos suelen quejarse de que la noche ya no es lo que era en sus tiempos mozos. Así y todo, Bilbao derrama oferta de ocio a los cuatro vientos, diseminada en salas de conciertos, discotecas, pubs y bares cuyo campo de acción cubre la zona del Casco Viejo y se diversifica en el Ensanche y otros distritos.
El Casco Viejo reúne garitos emblemáticos de la vieja guardia, como la taberna Muga, en la calle María Muñoz, con treinta años de historia en la que vio nacer grupos, fanzines, y fue caldo de cultivo de la escena rockera local. Otro con pulso rockero es el Katu, en la calle Barrankane. La vecina Iturribide, desde la Plaza Unamuno hasta el barrio de Santutxu, congrega decenas de bares como el Aitzgorri, El Abuelo, Ekaitz, Marina, refugio de jóvenes que hacen la primera copa de la velada. En la calle Somera, el K2 es uno de los más convocantes con su barra nutrida, al igual que La Marina Taberna, otro de los clásicos para la previa, el plato principal o el final. En Indautxu, el epicentro de la noche es la zona de Urquijo, donde brilla el bar El Alambique y el Art Bilbao. En Abando crece la oferta de la calle Heros, con Charlotte y El sacacorchos.
Bilbao La Vieja asume el relevo cuando la noche se extingue en comarcas vecinas. Al cruzar el Puente de San Antón, los bilbaínos y turistas encontrarán bares a rolete, vertebrados todavía por el tufillo de arrabal de toda la vida.
Aníbal Mendoza es el autor de la guía Lo mejor del Golfo de Bizkaia (Lonely Planet, Editorial geoPlaneta, España, 2017).
Datos útiles
Cómo llegar: Iberia vuela diariamente de Buenos Aires a Bilbao con conexión en Madrid, por una tarifa desde 20.000 pesos, con impuestos incluidos.
Dónde dormir: la expansión de la oferta cultural multiplicó en los últimos años la oferta de alojamiento. La mayoría de los hoteles, hostales y pensiones se concentran en la zona de mayor afluencia turística, a la vez la más cosmopolita de la ciudad. El Casco Viejo es la primera opción, por ser el epicentro de la vida noctámbula de Bilbao, la ruta de pintxos y los restaurantes. Bullicioso y verbenero por la presencia de cuadrillas de amigos y turistas, es práctico para ir a los enclaves emblemáticos y tiene precios muy variados. En tanto, la zona de Abando e Indautxu, cerca del centro, concentran una vasta oferta de hoteles y hostales y acceso en transporte público.
Gran Hotel Domine: único cinco estrellas frente al Guggenheim, con vistas privilegiadas y un diseño en armonía con la obra de Ghery. El restaurante y el bar Sixty One son recomendables también para quienes no se hospeden allí. www.hoteldominebilbao.com.
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