A camello: por el desierto del Teneré
Historias de las caravanas que atraviesan Níger en busca de la sal del oasis de Bilma
AGADEZ, Níger (El País, de Madrid).- Impresiona el silencio. Cientos de camellos caminan, más bien se mecen, en la inmensidad del desierto sin hacer ruido, como si llevaran las gruesas pezuñas forradas con trapos para amortiguar el sonido de las pisadas en la arena. El viento obliga a callar a los tuareg que guían la manada. Unos y otros avanzan, bajo un sol que quema desde arriba y desde abajo, con la mirada puesta en un horizonte siempre igual.
Es como contemplar la fotografía en sepia de una tradición milenaria, un recuerdo del pasado, algo que ya no existe. Al ver cómo se desplaza una caravana en medio del desierto, apenas una línea de puntos suspensivos en una página en blanco, se experimenta la sensación de que, si se cierran los ojos, la visión desaparecerá.
La algarabía que organizan los niños que acompañan a pie la expedición cuando se acercan a saludar al espectador ocasional, sus efusivos apretones de manos, sus risas y su desparpajo al pedir un regalo son, sin embargo, reales, certifican la autenticidad de la imagen, actúan como los vientos que fijan al suelo las jaimas, las tiendas de los nómadas.
Recuerdos de una acacia
Todos los años, entre noviembre y abril, miles de camellos cruzan el desierto del Teneré, en Níger, para ir a comprar sal al oasis de Bilma. Es la azalai, la única superviviente de las grandes caravanas que durante más de dos milenios han atravesado el Sahara de Norte a Sur y de Este a Oeste permitiendo a sus habitantes comerciar e intercambiar productos. La abolición de la esclavitud acabó con la mayor parte de las rutas comerciales saharianas.
La paulatina implantación del camión va diezmando la cantidad de expediciones que se organizan y el número de camellos que las componen, aunque su visión todavía resulta espectacular.
La mayoría de las caravanas parte del macizo de Aïr, 300 kilómetros al norte de Agadez, y tras alcanzar la capital del desierto se adentra en la nada del Teneré. A partir de ahí, deberán recorrer más de 600 kilómetros hasta llegar a las minas de Bilma, en los que sólo existen dos lugares para aprovisionarse de agua: los pozos del árbol del Teneré, donde un poste metálico recuerda que allí hubo una acacia que un camionero libio, que se durmió al volante de su vehículo, se llevó por delante en 1973, y el oasis de Fachi. Cuatro meses, entre ir y volver, a merced del sol.
El viaje no por repetido resulta sencillo. No hay pistas estables y el desierto es algo vivo, cambiante, con dunas que pueden llegar a desplazarse entre 15 y 30 metros en un año. Las señales por las que se guían los caravaneros -además de por su instinto, el sol, el viento y las estrellas, cuando viajan por la noche- sufren sutiles alteraciones que pueden provocar problemas de orientación; desviarse de la ruta, cuando se lleva el agua justa y los animales cargados, puede ser peligroso. La última caravana que se perdió fue en 1967, uno de los 11 hombres que viajaban murió y los 10 restantes se salvaron porque degollaron a los 150 camellos que llevaban y bebieron la sangre.
También en camiones
Desde la frontera de Libia parten hacia Agadez grandes camiones que cruzan el Teneré con la regularidad, un par de veces por semana, de un micro de línea. Cruzarse con uno de ellos resulta fantástico y fascinante a la vez. Más de cien personas viajan hacinadas en la caja de un enorme vehículo a gran velocidad.
Cuenta la leyenda que los barrancos de Bilma cantan y que su melodía atraviesa el desierto para guiar a los caravaneros. Acaso esa música sea el silbido del viento al chocar con las paredes del acantilado del Kaouar, visibles desde muchos kilómetros a la redonda, a cuyos pies se encuentra el oasis, donde se descansa y se negocia.
Un lago salado de más de 100 kilómetros de longitud que existió aquí hace 140 millones de años garantiza la producción de una sal que tiene fama por su calidad. Los tubu, pobladores del oasis, arrancan todos los años de las pequeñas piscinas en que han parcelado el terreno 2000 toneladas de sal que, transformadas en conos de 25 kilos o en tortas más pequeñas, venden a caravaneros y camioneros tras un largo y ceremonioso regateo. Un negocio de cuyo éxito dependerá el ánimo con el que se afronte el viaje de vuelta, igual de duro que el de ida, con camellos que arrastrarán una carga de 140 kilos, entre sal, dátiles y agua.
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