A bordo del Transiberiano
Cruzar toda la Siberia y Mongolia partiendo desde Moscú con destino a Pekín por tierra tarda exactamente 6 días. Me subí al tren en la capital Rusa sin saber qué esperar del largo trayecto, pero ahora puedo decir que fue el viaje más extraño que hice.
Son 7600 km de todo tipo de paisajes y experiencias que simplemente se grabaron en mi mente.
El tren se va adentrando de apoco en el corazón de Rusia, atraviesa bosques profundos y verdes campos, algunos sembrados con maíz y otros regados con pequeñas casitas de madera a dos aguas que esbozan pueblos que nada tienen que ver con la inmensidad y opulencia de Moscú. El atardecer del segundo día se funde con los montes Urales, punto límite de Europa y principio del misterioso continente asiático. El tren amaina su velocidad en las subidas y pronunciadas curvas. Es hermoso ver desde la ventana del camarote cómo la locomotora avanza con todos los vagones detrás. Los ríos nos miran pasar reflejando el rojo de las últimos minutos de luz.
La madrugada del cuarto día desvela a todos los pasajeros con el lago Baikal que se hace presente sólo a unos pocos metros de las vías. Esa enorme masa de agua dulce que está rodeada a sus costados por montañas y en el horizonte se hace una con el cielo parece no tener principio ni fin. Ya para ese entonces la frontera con Mongolia se aproxima y no tarda más de un día en parar justo en el borde para el control de pasaportes y son tres horas para visitar la última ciudad rusa del itinerario.
El tren comienza a cruzar toda Mongolia para llegar a Ulan Bator; significa avistar las carpas blancas de los nómades con sus rebaños de vacas o cabras mezcladas a la perfección con grandes edificaciones propias de una metrópolis. Justo en el fondo de todo, unas colinas dan la impresión de que todo está en perfecta armonía con el paisaje. Saliendo de la gran urbe, ya sólo se ven las carpas nómades, las praderas infinitas y las sierras, que junto con los caballos que pastan por todas partes invitan al espectador a tirarse del tren y quedarse al menos un mes oliendo la naturaleza en su máxima expresión.
Ya es el quinto día y de a poco el ambiente se torna más desértico, el tren se empieza a adentrar en el inmenso desierto de Gobbi. La transformación se ve paso a paso en todo el trayecto mongolés: primero pequeñas plantas, luego sólo algo de hierba, y finalmente arena pura con sierras rojas en el fondo y manadas de camellos a metros de las vías, siempre con algún cuidador que seguro habita alguna de las pocas carpas que se divisan en el horizonte infinito. A esta altura, el tren parece un ciempiés navegando por la nada misma y las nubes hablan todo tipo de lenguaje en la inmensidad del desierto.
El sexto y último día, uno simplemente no puede creer que ya esté atravesando tierras chinas y que Moscú haya quedado a 7000 km. El paisaje es montañoso, húmedo, repleto de lagos y ríos que aparecen cada tanto a la esquina de las verdes sierras rocosas. En esta zona, el tren pasa por largos túneles y caminos zigzagueantes, a sólo algunos metros de las rocas y casi tocando los árboles que se asoman. Poco a poco se dan a conocer los barrios chinos, con sus pasillos estrechos y casas con techos típicos, rodeados de campos sembrados sin desperdiciar ni un centímetro.
A las 14 del 15 de agosto llegué a la estación principal de Pekín, la capital de la República Popular China. Atrás había quedado Mongolia, Siberia, los montes Urales y tantas otras cosas que no olvidaré jamás.
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