Zygmunt Bauman, por una izquierda humanista
Hijo de un siglo de violencia, el intelectual, fallecido esta semana, promovió una renovación del socialismo como "un arma apuntada hacia las injusticias de la sociedad"
Nos gustaba porque fumaba en pipa y porque su escaso pelo blanco nos ofrecía la imagen que sólo tienen los intelectuales románticos y antiguos. Nos gustaba porque sus ojeras denotaban el cansancio de viejos combates. Nos gustaba porque sus palabras tenían el tono tenue de los lúcidos dedicados a pensar desde un café. Nos gustaba incluso cuando considerásemos que, con su prolífica verba, nos tomaba el pelo al reafirmar, con las mismas citas y metáforas, aquello de lo "líquido" y lo "sólido". Nos gustaba aunque se repitiera y se copiara a sí mismo. Nos gustaba a pesar de sus últimos libros. Bauman nos gustaba. Aun en el final.
Ahora que se fue, sobran los obituarios y las necrológicas exultantes. Los artículos se reproducen para lamentar el fallecimiento del sociólogo que explicó las relaciones humanas en el capitalismo posmoderno. Sobran también, los odiadores; los que, sin más ideas que las de la injuria, lo acusan de llevar hasta el paroxismo la condición líquida de estos tiempos, transformando sus propios trabajos en un objeto de compraventa. "No hay mayor contradicción que la de criticar el efecto perverso de las redes sociales y construir frases capaces de ser vulgarizadas y difundidas a través de ellas", dicen, con saña, los envidiosos de siempre. Con Bauman, sucedió lo que con tantos otros: ser claro, concreto y a la vez complejo y perspicaz le deparó un contradictorio destino de admiración y desprecio.
Fue hijo de un siglo particularmente maltratador y cruel. El del fascismo y el totalitarismo soviético. Tuvo que elegir y, en su tiempo y su lugar, eligió bien: con su humilde familia judía, enfrentó como pudo a los nazis que invadieron su Polonia natal y huyó luego hacia la Unión Soviética. Peleó en la Segunda Guerra, levantando la bandera roja. En ella depositó la misma esperanza que hombres como Bertolt Brecht o Victor Serge. E, igual que ellos, no dejó de levantarla con un trapo limpio, para limpiarle la sangre de la que la impregnaron tantos dictadores que mataron en su nombre.
Hace falta repasar sus trabajos y su vida para constatar que Bauman pudo ser, como otros, un eterno canalla. Ahora lo repiten hasta el cansancio sus críticos más infames: se afilió al ultrasoviético Partido Obrero Unificado Polaco y fue funcionario del régimen comunista polaco. Fue sociólogo oficial, dedicado a defender con vehemencia aquello en lo que entonces creía: el marxismo-leninismo en la patética versión de dictadores como Wladyslaw Gomulka. Es cierto: trabajó como burócrata del servicio de inteligencia militar aunque afirmó no haber delatado nunca a nadie. Pero, a diferencia de tantos otros, supo retirarse a tiempo. El estalinismo, la burocracia y el poder dictatorial no estaban hechos para un hombre como él. Bauman no aceptó el histórico chantaje ideológico y moral: comprendió que se podía ser firmemente crítico de las injusticias del capitalismo sin por ello defender a los burócratas de su país.
Debió haber sido una opción difícil. A fin de cuentas, sólo tenía 19 años cuando Polonia fue liberada de los nazis gracias a los comunistas. Sin embargo, entendió que una izquierda honrada debía también liberarse de los nuevos dictadores. En la historia menos contada de su vida, está el signo de su rebelión: la elección del camino revisionista, palabra entonces utilizada como epíteto insultante para los enemigos del régimen. Revisionista era, por ejemplo, reivindicar a Gramsci o simpatizar con la llamada Escuela de Budapest, esa cueva de intelectuales lúcidos como Ágnes Heller, Ferenc Fehér e István Mészáros.
Al igual que Adam Schaff, Lezek Kolakowsky y Jerzy Morawski, Bauman se atrevió a decir una verdad de Perogrullo: que el compromiso del socialismo y, particularmente el de los intelectuales, no debía fundamentarse en la historia sino en los hombres. Pero 1968, el año de las grandes revueltas libertarias en el mundo capitalista, no parecía un momento oportuno para decir verdades en el mundo comunista. Vilipendiado y maltratado por sus antiguos camaradas, fue perseguido por su condición de judío y, tras abandonar el Partido Obrero Unificado Polaco, debió salir de su país. Entre Tel Aviv y Leeds comenzó a fundar la base de su nuevo pensamiento: el de una izquierda humanista comprometida con la solidez de los vínculos humanos.
El autor de lo sólido
Está, por supuesto, el Bauman popular. El que, durante los últimos veinte años, trabajó incansablemente en explicar el paso del mundo del trabajo formal al de las relaciones sociales superfluas, el que exhibió la licuefacción de la vida y la destrucción de los vínculos en un capitalismo que aniquila la estatalidad y arroja por la borda el consenso de posguerra. El otro Bauman, el del compromiso con una idea humanista de la izquierda, está irremediablemente unido a aquel.
Frente a Modernidad líquida, Amor líquido, Miedo líquido y Mundo consumo, se encuentra el autor de lo sólido. En 1976, publicó una obra capital y, quizás por ello, algo silenciada y olvidada. Su título es Socialismo. Una utopía activa. Allí, trazó un mapa para una ideología con porvenir: la de una izquierda que se reencontraba con Babeuf y Gramsci, con Karl Korsch y Jean Jaurès. Una izquierda que confiaba en el progreso y la razón, pero también en la dimensión utópica y en la lucha por evitar la barbarie. Resulta difícil, en tal caso, considerar a Bauman un antimoderno. Más bien, como lo expresa con claridad Modernidad y Holocausto -probablemente su trabajo más serio y reflexivo- fue capaz de encontrar la barbarie como parte de la razón y ponerla al desnudo.
Hacia el final de su vida, no hacía más que publicar. Sus libros se convirtieron, poco a poco, en un producto de los que tanto criticaba y, ciertamente, su palabra trascendió las fronteras del mundo académico para acceder también a los sectores medios ávidos de sencillez y consignas fáciles. Sería injusto, sin embargo, juzgarlo por ello. Un autor puede repetir mil veces una idea. Lo que cuenta, en definitiva, es su sustento o su veracidad. Cuenta, también, su posición. Se acercó a los perdedores de la globalización y escribió para ellos. Fue capaz -con la carga que tenía para él- de criticar la política israelí, considerando a Gaza un gueto moderno. Y de afirmar que la crisis de los refugiados evidenciaba la crisis de la humanidad.
Tiendo a pensar que los intelectuales se definen, también, por aquellos a quienes admiran. Bauman tenía a su cuarteto: Camus, Gramsci, Borges e Italo Calvino. Cuatro imprescindibles para combatir el miedo y el desamor, la soledad y la angustia. Cuatro guías para enfrentar la liquidez de los tiempos que corren.
Vivimos, como decía Bauman, en la más completa incertidumbre. Nacen nuevos autoritarismos y se reproducen los viejos. Creemos que viviremos peor que las generaciones que nos precedieron y estamos aferrados al consumo y la monotonía. Nos sentimos conectados cada vez que tocamos las teclas de una computadora. Carecemos de amor y de belleza. Parece, claro, una puerilidad. Pero no lo es. Frente a esa liquidez, Bauman todavía creía en una vía hacia lo sólido. El socialismo humanista y libertario que comprendía que "la seguridad de los medios de subsistencia y la libertad son complementarias". El socialismo, solía repetir, era indispensable. "No lo considero un modelo de sociedad alternativo sino un arma apuntada hacia las injusticias de la sociedad, una voz de la conciencia cuya finalidad es debilitar la presunción y la autoadoración de los dominantes."
Hoy, la solidez parecen ofrecerla los nuevos violentos. Los mismos que, en 2013, irrumpieron a los gritos mientras disertaba en una conferencia sobre los desafíos de la socialdemocracia. No querían que Bauman hablara. No querían que dijera lo que efectivamente dijo: "A veces siento lo mismo que debieron haber sentido los primeros socialistas en el siglo XIX. En aquel entonces, eran una pequeña minoría situada al margen de la vida política. No se trataba de ganar elecciones, ni siquiera de participar en ellas. Los más valientes, como Lassalle, decidieron trabajar desde muy abajo; pusieron manos a la obra y emprendieron la tarea con energía. [?] No coincido con los optimistas que creen que vivimos en el mejor de los mundos, ni con los pesimistas que temen que los optimistas tengan razón. Prefiero incluirme dentro de una tercera categoría: la de la gente esperanzada, que cree que es posible lograr un mundo más hospitalario que el actual".
Un mundo hospitalario. Una vieja consigna por la que hombres y mujeres del mundo dieron la vida en rincones desconocidos. Un concepto sólido que implica el reencuentro con amores e historias, la reconciliación de la esperanza y el futuro. Un arma para enfrentar el absurdo de la vieja izquierda. Una consigna para luchar contra el mal.
A diferencia de tantos otros pensadores, Bauman no dio recetas ni soluciones para construir ese mundo. Quizás haya sido mejor así. En una de sus últimas entrevistas, una periodista perspicaz le preguntó lo mismo que un revolucionario ruso quiso responder hace más de cien años: ¿qué hacer? Bauman debió haber pensado un poco en la historia. Sus primeras palabras fueron: "No lo sé".
Ojalá cada vez haya más intelectuales que contesten de esa manera.