Zona de obras
Como ocurre comúnmente cuando estamos atravesados por un tema y nuestra psiquis activa los famosos filtros de la percepción selectiva –desatiende lo que está fuera de nuestro campo de interés y subraya aquello que sí se corresponde con nuestras expectativas–, en la última semana todo pareciera hablarme de obras. Y no me refiero a las pinturas, novelas, piezas teatrales o de ballet que son el pan de cada día de un periodista cultural, sino a las otras obras, las que demandan pico y pala, levantan polvo y –muchas veces– implican una demolición. Ambas tienen en común un proceso de construcción. Y en ocasiones, por ejemplo, cuando entran en un compás de espera que no estaba anotado en la partitura, producen crisis. Una de cal y una de arena.
Empecé a atar cabos de este eco –suena en mi cabeza: “obra, obra, obra”– cuando en casa salimos de una rigurosa quincena de aislamiento por el virus y empezamos a prepararnos física y mentalmente para recibir a los albañiles. Este apunte doméstico coincidió con la entrada en el buzón de correo de un mail de la Fundación Castagnino, que comunicaba que en el museo de Rosario –uno de los más importantes del país– se habían detenido los trabajos de ampliación del edificio, un poco por la pandemia y otro poco por los tironeos políticos. Recordaban que, tal como están las cosas, el museo tiene una capacidad para 400 piezas y actualmente alberga más de 5000 (incluyendo cuadros y esculturas millonarios de Lucio Fontana), y que ya probaron con anular patios y salones para ganar espacio. Leí también sobre las goteras que amenazaron al acervo y enseguida el asunto de la caída de agua me hizo mella y condujo por su cauce a otras filtraciones y obras detenidas, en la ciudad de Buenos Aires.
El lunes, como después de cada tormenta, los docentes de la Escuela de Danzas N°2 retiraron los plásticos que colocan preventivamente sobre el piso de madera para que no les llueva a las salas de la institución que lleva el nombre de un grande: Jorge Donn. Me lo contaba una profesora de Contemporáneo a la que llamé, tratando de eludir el ruido de la amoladora que llegaba desde la cocina, para profundizar sobre el estado de un reclamo que está recibiendo un amplio apoyo de esta comunidad y sus referentes. El pedido es para que continúen con la construcción de un edificio propio para esta escuela, una de las pocas que permite la formación de bailarines a la par del bachillerato, y que funciona además como profesorado. El asunto de la infraestructura deficitaria lamentablemente no es noticia, lo que sí ocurrió este verano es que el gobierno porteño publicó en el Boletín Oficial la parálisis de la obra al mismo tiempo que desafectó la partida presupuestaria hasta una nueva licitación, que estima para mayo. El esqueleto de ladrillos a medio construir que está en la misma avenida Lope de Vega pero en la esquina con Murature, adquiere ahora para familias, maestros y alumnos la forma del ya conocido fantasma de la postergación.
Desde que tengo memoria la Jorge Donn funciona en espacios compartidos que no cumplen con muchos de los requisitos necesarios para su correcta actividad. Para cerciorarme de la antigüedad del caso acudí a Alicia Muñoz, que dirigió la institución durante 26 años, desde 1980. La profesora me respondió con los recuerdos fresquísimos y la indignación a flor de piel –un poco por todo esto, otro poco por el tema de las vacunas, que tomó la agenda esta semana–, y remontándose a los orígenes de una lucha que en el fondo sigue siendo la misma, fue mucho más allá. Antes de la mudanza a la sede de Villa Luro en 1984, las astillas se clavaban hasta el alma en la casa de Cucha Cucha y Gaona donde comenzó todo. Allí las clases de francés se daban en un baño y a modo de pizarrón había que conformarse con los azulejos. “¿Cómo piensan que puede haber calidad educativa si no hay calidad edilicia?”, reflexiona la especialista en pedagogía en tiempo presente. Retórica o no, la cuestión me resonó más fuerte que el insistente chirrido de la amoladora.
Escoltado por una nube de polvo, minutos después, un joven de veinte años irrumpió en el cuarto multifunción que se convirtió en el corazón de mi departamento: “Señora, me ponés la pava”. Entre un cerámico y otro, se había hecho la hora del mate. En el breve lapso que tardé en calentar el agua y conectarme a la siguiente reunión por Zoom también yo viajé en el tiempo hasta comienzos de los 80. La casa familiar de Colegiales cambió por completo durante los años que convivimos con Rodríguez y Quiroga, dos albañiles bajitos, simpáticos a más no poder, que se ganaron una página en mi infancia.
Creo que aprovecharé el impulso de esta percepción selectiva para releer Zona de obras, el libro en el que Leila Guerriero se pregunta “¿Por qué, para qué y cómo escribe un periodista; de qué está hecha su vocación y qué es lo que le da sentido?” Dar con las respuestas seguramente sea como reunir cal, cemento y arena, materiales necesarios para continuar la construcción.