Zelensky: el liderazgo y el storytelling de la guerra
Una guerra se libra también en la motivación, en la identidad y la cohesión de quienes luchan; la influencia de la narrativa bélica
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El modo en que se narra una guerra cuenta. Porque una guerra no depende sólo del armamento o de la táctica en el terreno. El éxito de cada una de las partes pende también de una narrativa.
Una guerra se libra también en la motivación, en la identidad y cohesión de quienes luchan. Se construye en el psiquismo de quienes apoyan esa causa y de quienes sostienen con su ayuda alrededor del mundo. Es la narrativa la que hace que los involucrados sientan que vale la pena dar la pelea. Una guerra no se libra sólo con armas, sino con emociones.
En estos tiempos modernos, las guerras son también disputas por una audiencia. Una guerra tiene espectadores. En la medida en que la opinión pública a nivel global está pendiente del asunto, los líderes globales sienten que tienen que hacer algo que esté a la altura de las circunstancias. La atención es central en los conflictos bélicos actuales. Cuando decae, es mucho más simple que los más desfavorecidos sufran aún más represalias.
Un ejemplo: pocos están hablando de Afganistán hoy, donde el régimen talibán sigue cometiendo atrocidades a menudo. La atención global por ese sitio decayó luego de los Estados Unidos se retiraran de allí. Puede doler, pero funciona así también el mundo.
El presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, ha sido actor; quizá esa veta lo haya ayudado a exponer su humanidad pero sin dejar de mostrar su posicionamiento. Quizá le haya facilitado la capacidad de narrarle a esa gran platea global lo que sucedía. Su papel protagónico más importante llegó, y el mundo lo está viendo en vivo.
Una buena parte del liderazgo de una persona tiene que ver con saber narrar lo que hizo, lo que hace y lo que hará. Las palabras no solo comunican: traccionan voluntades. Narrar es un arte clave. Porque hacerlo bien produce sinergia, une a las personas, mientras que hacerlo mal genera desconfianzas, recelos.
Al exponer, el presidente ucraniano evoca una y otra vez rostros concretos. Habla de soldados rusos jóvenes que fueron llevados a la guerra sin que les hubieran dicho a qué iban, poniéndose casi en un rol de cuidado sobre esos chicos, generando empatía frente a ellos más que odio porque estén atacando su tierra. Trata a esos jóvenes como rehenes y no como quienes balean a sus conciudadanos. Ese nivel de narrativa es potente, porque logra mostrarse comprensivo, a la vez que deja en evidencia la falta de humanidad de su invasor.
Días atrás, en una alocución en ruso, se dirigió directamente a la población de aquel país, diciéndoles que no los consideraba enemigos, que ellos eran sus hermanos y que los unían infinidad de relatos comunes. El mensaje: ustedes no son como su presidente.
En sus intervenciones, mostró siempre un costado humano. Clave en todo storytelling, pero crucial en tiempos de guerra. Zelensky monta escenas, habla de personas concretas.
Les habló a los rusos, diciéndoles que él sabía que ellos no querían esta guerra. Les habló a los ucranianos diciéndoles que ellos eran los protagonistas y el sostén de esa democracia. Les habló a los parlamentarios europeos y los interrogó acerca de si en verdad les importaba Ucrania. Conecta con rostros.
Por esta capacidad de producir conexiones, Zelensky logró en una semana un reconocimiento mundial. Diez días atrás, pocos lo conocían. Incluso sus detractores y políticos de la oposición en su país, están sorprendidos por su liderazgo y valentía.
Del otro lado, su antagonista es un presidente voraz que desea imponerse por la fuerza. La oratoria de Putin parece recortada de 1940; atrasa un siglo. Sus consignas no están actualizadas al siglo XXI, a esa audiencia global e instantánea que depende más de videos impactantes o de fotos elocuentes que de discursos rígidos.
Putin todo lo aborda desde una lógica de bloques irreconciliables, con abstracciones nacionales en disputa. No involucra. Apela a grandes relatos que ya no impactan en las audiencias, acostumbradas a la instantaneidad y a la velocidad de la comunicación simbólica, mediada por gestos y emociones.
Ni hablar si a todo esto se le adiciona ese rictus físico de Putin, esa costumbre de atender a todos sus colaboradores con cinco metros de distancia. Su lenguaje corporal evidencia su desconfianza y desconexión con los demás. No te quiere cerca.
El viernes, el gobierno ruso cerró el acceso a Facebook y el Kremlin amenazó con penas de hasta 15 años de cárcel para aquellos que se alejen del discurso oficial del Estado en relación a la guerra de Ucrania. Este autoritarismo es narrativo. Se cancela toda otra argumentación que no sea la que el Estado impone.
Así, cae Putin en lo que la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie llama “el peligro de una sola historia”. Putin es un muy mal comunicador, porque con libertad no conseguiría lo que pretende. Precisa el silenciamiento y la violencia. Es el ABC de lo que Andrés Hatum llama el antilíder.
Buena parte de la reacción internacional se sostendrá si el gobierno ucraniano consigue mantener esa imagen de paz, pero también de valentía y coraje para defender lo propio. En la hora del conflicto, en general, nos ponemos del lado del pequeño. Todos queremos que gane el joven ucraniano David frente al corpulento ruso Goliat.
En la peor hora, la de las crisis, saber contar buenas historias puede proteger a una población, haciendo que otros, hasta entonces indiferentes, la miren, la atiendan y la apoyen.
En los tiempos de la atención líquida, el presidente ucraniano logró que el mundo esté mirando a su gente. Conseguir eso, no tiene precio.
Nicolás José Isola es filósofo y PhD. Coach Ejecutivo y especialista en Storytelling.