Yrigoyen no tiene la culpa
La idea de que en la oposición se están peleando por Yrigoyen mientras el gobierno estalla, la corrupción acecha, la inflación se torna indomable, la educación decae y la pobreza crece, habla de una dirigencia desconectada de la realidad, lo que agranda el temor al futuro de por sí incierto. Pero los opositores no se están peleando por Yrigoyen. O por el Hipólito Yrigoyen de galera y bastón de hace un siglo. La discusión en todo caso versa sobre los contornos del populismo. No el de ayer sino el de hoy. Y ese es un asunto vital, porque es de sus garras, las del populismo, de donde necesita salir el país para quebrar la sucesión de gobiernos que renuevan sin resolver los problemas endémicos de la Argentina.
Desatender esta chispa de divergencia ideológica en Juntos por el Cambio, que no constituye un debate integral sino una chirriante alarma de falta de debate interno, podría ser un error. Sobre todo si el menosprecio se basa en el argumento de que es absurdo discutir a Yrigoyen “con las cosas que están pasando”, como si la política tuviera que regirse por el minuto a minuto. Juntos por el Cambio no es un noticiero.
Ni siquiera dejó de denunciar el Kulfasgate en la Justicia por prestarle atención al mismo tiempo a las palabras que usó Macri delante de bolsonaristas brasileños para despotricar contra el populismo. Palabras que irritaron a los radicales y que el gobernador jujeño Gerardo Morales, presidente del partido fundado por Alem, respondió con aspavientos.
En cuestión de meses Juntos por el Cambio debe explicar qué quiere hacer con el país, porque hoy se da la paradoja de que muchos la creen favorita para las próximas elecciones, pero nadie sabe bien cuáles son sus planes para sacar a la Argentina del atolladero en el que se encuentra. Se trata, además, de una coalición con dificultades originarias de amalgama, que pese a ellas logró por primera vez en la historia desde que existe el peronismo completar un mandato presidencial no peronista. Enorme triunfo político institucional. Lo que no significa que haya gobernado bien. La evaluación del período 2015-2019 suele avivar pasiones destempladas, incluso hay votantes enojados que piensan que Macri para enfrentar al populismo terminó él haciendo populismo. Pero existe cierto consenso en que su mayor traspié fue haber creado las condiciones para el retorno al poder del kirchnerismo con el peronismo como furgón de cola a bordo de una estrafalaria fórmula invertida. Eso es un hecho. Las consecuencias están a la vista.
Palabra ambigua muy discutida en la academia, no todo el mundo entiende lo mismo por populismo. La versión más corriente lo asocia con una forma de hacer política cortoplacista y demagógica, no necesariamente ideológica, de allí que haya populismos de izquierda y de derecha. En las antípodas de la democracia reflexiva, el populismo va de la mano del enfoque binario de la política, ese que desde el poder divide al universo en patria y antipatria, pueblo y oligarquía, pobres víctimas y poderosos malvados. En el formato latinoamericano practica un apoderamiento partidario del Estado, ubica al adversario en el sitial de enemigo, desprecia la alternancia y niega cualquier derrota mediante una inflamada verborragia nacionalista, liberadora, estéticamente revolucionaria, mientras la “nomenklatura”, obscena, se beneficia junto con los poderes concentrados a los que se dice combatir. Hay una arrogancia exclusiva de la representación del pueblo. Los comportamientos antidemocráticos alcanzan el hervor si la inapelable aritmética de las urnas sentencia el triunfo del oponente.
Casi nadie se reconoce populista: populismo se volvió una mala palabra. Con esa connotación, dato crucial, a la mala palabra la revolvió Macri en Brasil el sábado pasado. Querer determinar ahora si Yrigoyen fue o no fue populista –taxonomía agravada por las complejidades del personaje- tal vez distrae. Lo que importa es que Macri colocó a Yrigoyen en ese estante, no en soledad sino junto a Perón y Evita, demérito extra para las audiencias antiperonistas. Más aún, subió el trío al pedestal de los fundadores de esta malformación de la democracia. Su frase en la Conferencia Internacional de la Libertad de San Pablo no por corta sonó inofensiva. El populismo, dijo textualmente, “se originó en Latinoamérica y tal vez en Argentina es donde arrancó, primero con Yrigoyen y después con Perón y Evita”.
Para Lilita Carrió, tercera socia de JxC que también viene del tronco radical, el problema se produjo porque Macri no sabe nada de historia. La tarde en la que Carrió irrumpió en la polémica estaba en modo maternal: dijo que ella los quiere mucho a ambos, a Macri y a su ofuscado replicante, Morales, y prometió “amansarlos a los dos”. Pero el riesgo no es que Macri no sepa nada de historia sino que no sepa nada de política. ¿No alcanzó a prefigurarse el expresidente que poniendo a Yrigoyen como fundador del populismo empardado con Perón y Evita estaba mojándoles la oreja a sus socios radicales? ¿Justo en este momento, cuando las internas en la coalición opositora están más al rojo vivo que nunca debido a la superposición de peleas por la candidatura presidencial y por la hegemonía partidaria con la política de alianzas, léase en primer lugar qué hacer con Milei y en segundo, a cuánto peronismo seducir y a cuánto peronismo confrontar? En su airada réplica, Morales casi acusó a Macri de haber querido romper JxC y de hacer un acuerdo con sectores de la extrema derecha antidemocrática.
Morales no sólo reaccionó con los tapones de punta, como después le reprocharía Macri, sino que para hacerlo despreció la posibilidad de levantar el teléfono. He aquí otro detalle que trasluce el fondo de la cuestión: entre socios lo razonable hubiera sido que Morales le hablara a Macri en forma privada para recriminarle su frase antiradical. No hay que esforzarse mucho ni ir al archivo para saber qué futuro tiene una coalición a la que le toca gobernar cuyos socios no se hablan por teléfono. Basta con bajar la voz y escuchar el estruendo político que llega desde Tecnópolis.
Así como en la democracia son fundamentales los métodos, la política no es sólo cuestión de ideas sino también de procedimientos. Si los socios se tiran en público con dardos envenenados y carecen de instancias privadas para acercar posiciones, establecer pautas de conducta, desarrollar empatía, ¿cómo piensan gobernar un país que está al borde de la paciencia? ¿En qué momento piensan ponerse de acuerdo sobre cómo le van a ofrecer a la sociedad pasar de la lógica populista a la lógica, se supone, republicana?
Macri parece haberse percatado de la afectación de la credibilidad pública que estos cortocircuitos generan, porque ayer dijo: “si decimos que vamos a hacer un cambio en serio y en la previa nos matamos entre nosotros, quién nos va a creer; la gente no es pelotuda”. Tal vez todavía le falta advertir que el “cambio en serio” requiere de una coalición muy bien aceitada, porque después de ganar las elecciones hay que gobernar y no pinta que en diciembre de 2023 vaya a ser sencillo.
Las diferencias ideológicas no son una novedad en Juntos por el Cambio. Es sabido que una parte de los problemas que tuvo su gobierno está relacionada con las fallas de funcionamiento de la coalición. ¿Cómo esperan procesar esas diferencias en un eventual segundo gobierno? ¿Qué aprendieron del primero?
Miguel Pichetto, el peronista más experimentado que tiene JxC, recomendó no hablar del pasado. “Todos venimos de distintos orígenes y hay historias y personas a las cuales debemos tratar de considerar y respetar”. Sería un buen remedio si el diagnóstico fuera que Macri blasfemó llamando populista a Yrigoyen. Pero al hablar Macri de populismo y caracterizarlo como la reprobable criatura de Yrigoyen, Perón y Evita, puso en evidencia que mientras la coalición no se siente a discutir qué hacer con el país, su oferta electoral tendrá la pobreza inconducente ya conocida, alguna vez enunciada por Perón para el peronismo: no es que seamos mejores, es que los otros son peores.