Yo y sólo yo
Es interesante observar cómo los cambios sociales se producen en lentas oleadas, tan sutiles que a veces toman décadas en ser detectados.
El novelista Tom Wolfe instaló en Estados Unidos la expresión The Me decade para caracterizar los años 70, un fenómeno que nosotros, acá en el Sur, conocimos en los 80: la época en que se caían a pedazos las últimas ilusiones del movimiento hippie y todo el mundo estaba harto de hacer el amor y no la guerra. Los Beatles se habían separado, ya no se podía creer en nadie. Pero en cambio la cultura y la economía abrían algunas puertas y comenzaba a degustarse el sabor irresistible de la buena vida. Es difícil encontrar una traducción afortunada para The me decade. ¿La década de mí mismo? No hay manera de incluir el Yo con alguna dignidad idiomática. Pero ésa es la idea. La gente se lanzó de lleno al hedonismo y lo adoptó como religión. Sin culpa. Lo que en siglos anteriores habría fustigado la conciencia, respaldada por cualquier sistema moral organizado, las epístolas de San Pablo o el Libro Rojo de Mao, ahora tenía una nueva Biblia de la felicidad: la literatura de autoayuda. Especialmente la parte en que uno comenzaba a merecerse cosas.
En la década del noventa apareció el dinero. Admito que es osada esta afirmación, pero voy a tener que sostenerla. Nunca el dinero había gozado de semejante protagonismo en sí mismo y no por los servicios que pudiera prestar. La debacle de 1929 dejó de ser un hecho histórico de manual: el mundo aprendió a convivir con las burbujas financieras y los grandes fraudes como formas cotidianas de la crisis. El dinero reclamó, obtuvo y aún conserva la posición más alta en el universo totalizador de las creencias. Para decirlo de una manera brutal, es Dios. Un dios de pérfida seducción que formula su propia liturgia celebratoria: hay revistas y programas de televisión que se dedican casi exclusivamente a mostrar cómo viven los ricos.
En la primera década de 2000 pasó algo interesante en los medios: entró en escena la gente común. Los oyentes que llaman a las radios, por ejemplo, comenzaron a tener un lugar preponderante, y a escala planetaria una mente de filosa actualidad inventó los realities del estilo Gran Hermano.
Tal vez el programa captó algo que estaba en el aire y lo puso en la televisión, o tal vez articuló como una bisagra una nueva circunstancia social: la democratización de la celebridad. La fama dejó de ser privilegio de los artistas y otras figuras descollantes. Si hasta en los cumpleaños las niñas juegan a ser producidas, filmadas y fotografiadas. Para ser famoso en estos tiempos sólo se necesita estar en la televisión. Y al parecer todo el mundo quiere ser famoso. Esta nueva debilidad está muy cerca de la devoción por el dinero, y tal vez resulte más accesible.
Hoy llegó la hora del protagonismo, el desvergonzado culto a la propia personalidad.
Algunas figuras llegan a hablar de sí mismas en tercera persona. En los medios se comparte con el público hasta el más nimio detalle del anecdotario personal. Unos artistas de variedades incluyen en su revista el relato patético de la época en que no tenían trabajo. Unas actrices se presentan con su propio nombre y circunstancia, contada con detalles, al finalizar una obra en la que actúan. Los políticos firman con nombre y apellido en grandes letras cada obra de gobierno que realizan con los fondos del erario público, naturalmente: no es una donación personal que ellos hacen a la República.
Las figuras del espectáculo tienen todavía una categoría más alta y paradógica, que justamente suprime los nombres en los avisos de gráfica. Se supone que al ver la cara del artista sabremos de inmediato cuál es su nombre, como si titilara en una marquesina interna del cerebro. Como estilo de promoción es arriesgado, sin duda, pero exhibe una saludable autoestima por parte de los actores.
La autora es preiodista