Yo amo a la primera dama
Él llegó como una apuesta, como un rebote del destino que por una suerte de circunstancias Made in Argentina fue catapultado como “el sucesor de…”. Un salvador, otro más, para un país que vive de esperar el milagro. Y ni eso: un país que quería una alegría, un rato de felicidad, un momento para olvidarse de todo lo malo y recuperar tiempos mejores. Ella llegó con él y hasta el día de hoy lo acompaña. Nadie sabe de qué trabaja pero ahí está.
Al principio nadie la miraba a ella; todos lo seguían a él. Es que para ocupar un lugar tan grande, para rescatar a los argentinos de la tristeza y lograr aquellas sonrisas de antaño hacía falta mucho trabajo. Empezó bien y cosechó elogios. Se lo veía como el heredero, como la gran promesa, como el recambio. Pero después arrancaron los murmullos: que no piensa en todos, que piensa en él, que lo pusieron a dedo, que ya estuvo y no demostró, que hace lo que quiere, que hace lo que le dicen, que trajo a los amigos. Quedó rehén de los debates de sobremesa, de los programas de TV que no pueden cambiar de tema ni de opinión y de la justicia anónima de los memes. Amagó con irse, se quedó y el resto de la historia se ve día a día.
Y en todo ese recorrido ella estuvo firme. Como pareja, como madre, como Primera Dama. Al principio con perfil bajo y como compañía en eventos públicos y en fechas especiales. Después, con una agenda propia y tan variada que mareaba: un día en un acto solidario, otro en una Semana de la Moda y alguna vez con otras Primeras Damas. Asomaba la cabeza a través de Instagram y abría la ventana a su hogar. Mostraba a su familia, la intimidad de la casa o su rutina. Presentaba a su perro -que también es de él-, su look o cómo había decorado el Árbol de Navidad. Y abajo los comentarios chocaban entre sí: la aplaudían, la felicitaban, le preguntaban dónde había comprado esto o aquello o le recordaban los fracasos de su pareja. Y ella no respondía nada. Se debía a su círculo de amigas, una o dos, que supieron estar en sus fotos más comentadas. Nada más.
Desde entonces y hasta hoy los medios la siguen y sus apariciones suelen terminar bajo el mismo análisis: ¿cuánto costó su cartera? ¿Y sus botas? ¿Cómo es el avión en el que viajó? ¿Y esa que está al lado de ella quién es? ¿Una amiga? ¿Una asesora? ¿De dónde? ¿A título de qué? Y esa amiga, asesora o dama de compañía también sufre las mismas preguntas: ¿qué se puso? ¿cuántos euros costó? ¿fue sola? ¿quién la mandó?
Así, la mirada pública fue pesando y las críticas hacia él fueron proporcionalmente directas hacia ella. Cuando la gente lo aplaudía, ella se salpicaba de su imagen positiva; cuando la gente dudaba, lo acusaba de ser tibio o de pensar sólo en su carrera, ella sufría. Sin embargo, no se alejaba: ahí estaba a su lado, con una sonrisa, o simplemente no estaba en público pero sí acompañándolo en privado o haciendo propia aquella vieja canción de cancha que dice: “En las buenas… y en las malas mucho más”.
Por eso, pese a todo lo que se pueda llegar a decir, hay que agradecer que exista una Primera Dama como ella, que jamás se peleó en público, que jamás entró al juego de los trascendidos y que jamás se entregó a los mensajes enigmáticos de las redes sociales. Siempre mostró lo bueno, apoyó durante lo malo y sonrió ante las críticas. Y hoy cosecha eso y todos la buscan, quieren estar a su lado y llenarla de preguntas; pero no sobre él, sino sobre ella, sobre sus gustos, sus sueños, sus deseos y sus frustraciones. Porque desde hace tiempo que nadie se atrevería a decir que es “la esposa de…”. Todos la conocen por su título de Primera Dama o también por su nombre y apellido: Antonela Roccuzzo.