Y un día, los parisinos recuperaron París
Tras el confinamiento, las calles de la capital francesa, por una vez libres de turistas, se abrieron en exclusiva para sus habitantes
Cuando llegué, la odié por encontrarla inalcanzable, infinita. Meses después, horas antes de salir para el aeropuerto Charles de Gaulle, tuve un improbable accidente con la bicicleta, cruzando el puente Louis-Philippe. A los pocos minutos hacía mi entrada triunfal en el hospital Hôtel Dieu en silla de ruedas, escoltada por seis jóvenes bomberos. No tenía ni un esguince. Mi padre, ansioso por mi inminente repatriación, sentenció preocupado: "No se quiere ir". Quince años más tarde, era París la que no quería que me fuera. Una pandemia distópica me retenía en el momento justo en el que había decidido patear el tablero, dejar mi pequeño paraíso artificial en el corazón del barrio 3 –con sus electrodomésticos, muebles y cuadros bobo–, renunciar al placer estético de perder una y otra vez las ilusiones, y en busca del lodo perdido, volver a Buenos Aires.
¿Qué había pasado entre nosotras en todo ese tiempo? Como las prostitutas sagradas de la Antigüedad, París se entregaba a todos y por lo tanto a nadie. Romantizada hasta el paroxismo por generaciones de poetas, escritores, cineastas, publicistas –y también por mi madre–, la ciudad había llegado a convertirse en el setting absoluto, en el más infalible de los clichés. ¿Dónde estaba la otra, la que no era de cartón? Tardé años en descubrir que estaba ahí mismo. Como la carta robada de Poe, la París de los connaisseurs, la de los parisinos de souche por nacimiento, talento o naturalización, se escondía delante de nuestros ojos. ¿Qué podía importarme dónde se había perdido la Maga, por qué calle había paseado Joyce con su mangosta, en qué banco del Luxemburgo había añorado Hemingway una soupe à l’oignon, delante de qué vitrina se había sentido Sarmiento por primera vez un flâneur? Ahora la veía. Lo que antes me parecía un pretencioso name-dropping de palabras que no significaban nada se habían vuelto mis calles. Pero, además, había una dimensión desconocida a la que no se accedía por ninguna puerta secreta.
No hay trampas para turistas en París, esos restaurantes temáticos como los de la rue de Huchette no engañan a nadie y son pocos. Es, más bien, una ciudad invadida y ocupada por el turismo. Los parisinos y los turistas comparten los mismos recorridos: caminan por la rue de Buci, ladean la rue de Seine, gorlerean ocasionalmente desde el quai de Grands Augustins hasta el de Voltaire con sus puestos verdes de libros viejos y posters de época; se sientan, si hay sol, en el Café du Marché, aunque unos prefieran La Palette, y conviven desde hace años en el Café de Flore, aunque unos prefieran el primer piso y otros la terraza. Sea en el Marais, en la rue de Rivoli entre el Louvre y la Place Vendôme, en el quartier latin o en el barrio de Saint-Germain de Près, no hay no man’s land entre la trinchera de los parisinos y la de los turistas. En la terraza de Aux Folies, entre la fauna autóctona de Belleville, se da rendez-vous el turismo cool porteño, cuando no elige los bares siempre de moda de las esquinas lúmpenes de Château d’Eau. Al Jardín de Luxemburgo no renuncia ningún parisino, por más turistas que lo ocupen, y ningún recién llegado se resiste, una vez que escucha hablar de él, a una soirée en el Rosa Bonheur bajo la colina del Buttes-Chaumont. Es cierto, muchos van a la Closerie de Lilas pero muy pocos comen en La Cuisine de Philippe, y la pirámide del Louvre o la Torre Eiffel son territorios perdidos, dominio de los asiáticos, los alemanes, los rusos, las mochilas y las riñoneras de montaña.
Cuando entendí que París sabía evadirte sin moverse de lugar y que en vez de lamentar su crueldad más valía admirar su majestuoso arte de la exclusión, me sentí adentro. La París de los otros, muertos y vivos, dejó de intimidarme y la creí mía, no porque la conociera toda, sino porque conocía lo suficiente como para ignorar el resto. Terminada la conquista, quince años después, podía dejarla. Entonces la ciudad se pronunció: "Pas encore, ma vieille".
Cronistas y corresponsales del Covid se han encargado de contar los relatos de la peste. El diario del confinamiento, las primeras penurias y los primeros paseos. Cada familia se convirtió en un pequeño monasterio productor de pan, agotando stocks enteros de harina y de levadura. Salir sin poder alejarte de tu casa ni tener a nadie a quien ver convirtió las calles de París en el patio de una cárcel. Al encierro se le sumó la prohibición del contacto con los presos de otras celdas. Que la espera fuera abierta nos encerraba aún más: una claustrofobia del tiempo que se agregaba a la del espacio.
El desconfinamiento tuvo sus fases. Un día pudimos volver a salir sin permisos y sin límites de distancia. Se podía ver gente, respetando siempre los preciados "gestes barrières". ¿Pero adónde ir en un día de sol si hasta las terrazas y los parques permanecían cerrados? No tardó en escucharse el inminente regreso de la vida normal. Los bares empezaron a atender el teléfono: "2 de junio", contestaban antes de que pudieras hacer la pregunta obvia: "¿Está abierto?"
La ciudad hizo su grande entrée entre tilos, glicinas y castaños en flor. Era la misma y sin embargo algo en ella había cambiado. No eran solo los barbijos obligatorios que se convirtieron en parte del paisaje urbano. No eran los dispositivos de alcohol en gel en cada parada de colectivo, ni los mensajes en las pantallas que antes anunciaban la próxima estación y ahora repetían "Respecter les gestes barrières", ni los stickers clausurando asientos en el metro, ni los códigos QR sobre la mesa de cada restaurante reemplazando el menú en papel; tampoco los mozos sin bocas yendo y viniendo con sus bandejas de siempre. La gente había despertado a nuevos hábitos. La higiene, quizá por primera vez, tomó dimensiones reales en Francia. Ya no era un tema de exposición, como lo fue hace unos años "La toilette" en el Museo Marmottan, sino un imperativo diario. Si en la primera fase del confinamiento era imposible conseguirlo, ahora se apreciaba la sobreabundancia de alcohol en gel a la entrada de cada negocio, cada supermercado, cada bar. Los baños públicos ostentaron sus nuevas láminas explicativas: todo se limpia y desinfecta después de cada uso, del inodoro al picaporte, del espejo al piso. La solidaridad creció entre la gente: los colectiveros, ahora empáticos, te esperaban aunque ya hubieran cerrado sus puertas; hasta el Ritz abrió un pequeño kiosko, acercándose al pueblo, sin dejar por eso de entregar con la pâtisserie elegida una servilleta de tela con bordes ocres.
Los parisinos habían cambiado. Quizá porque la pandemia los había ablandado o porque por primera vez en mucho tiempo –¿cuánto?– se encontraban entre ellos. "Ahora me siento chez moi. Es raro, viste. Antes no lo sentía, no sé por qué", le escuché decir a una chica en la terraza del Café Daguerre. "París no le pertenece a nadie", dijo Charles Péguy, que la amaba hasta el punto de no abandonarla ni en la canícula. Una ciudad abierta a colonizaciones de todo tipo que, de manera inaudita, ahora se entregaba exclusiva a los parisinos.
El virus nos había confinado en nuestras casas, condenado al núcleo familiar, para devolvernos después la gracia de un antiguo y maldito privilegio prerrevolucionario, en el que los lugares y las cosas recuperaban, después de más de un siglo de veneración automática, algo de su aura real. París à huis clos, a puertas cerradas, a fronteras cerradas. ¿Había estado vacía alguna vez la explanada de la pirámide del Louvre? Las Tullerías volvieron a ser jardines imperiales, reapareció el pasto de la Place de Vosges, la fuente del jardín del Palais-royal, despejada de turistas, recobró su antiguo soplo soberano. Los parisinos recuperaban su ciudad como quien recupera una vieja herencia, como el príncipe de los cuentos de hadas reconquista el reino usurpado. ¿Cuánto tiempo nos duraría la sensación aristocrática de estar paseando dentro de los jardines enrejados del rey?
Víctima de la espera y atenta a las disposiciones oficiales en suelo patrio, mientras considero la mejor manera de trasladar mis siete valijas a Buenos Aires, me pierdo en la ciudad que se vuelve íntima en la despedida. En mi cabeza suena a veces la voz de Meryl Streep al final de África mía: "I know a song of Paris, does Paris know a song of me?"