¿Y si probamos con la ópera?
Desde las más variadas profesiones y oficios, en el mundo entero, la palabra es malversada; Occidente en general y la Argentina en particular padecen un síndrome de negación de la lógica aristotélica, que fue su columna vertebral, y no ven un inconveniente en la adhesión fervorosa a principios contradictorios entre sí
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Lord Selwyn Lloyd, cuatro veces ministro en Gran Bretaña, llegó un día a Nueva York y fue rodeado por reporteros. Para su sorpresa, uno de ellos le preguntó si tenía previsto visitar clubes nocturnos durante su estadía en la ciudad. Selwyn respondió con la habitual ironía británica: “¿Hay clubes nocturnos en Nueva York?”.
A la mañana siguiente, el periódico publicó un artículo que comenzaba así: “‘¿Hay clubes nocturnos en Nueva York?’. Esa fue la primera pregunta que hizo ayer el diplomático británico lord Selwyn cuando llegó a la ciudad…”.
El lenguaje se ha falsificado demasiado y demasiadas veces; tantas que ni siquiera podríamos tener un registro de ellas. Párrafos que se recortan, circunstancias que se omiten, frases traídas desde el pasado como si fueran recientes, silencios y cancelaciones sobre la verdad, y, muchas veces, la mentira lisa y llana. Desde las más variadas profesiones y oficios, en el mundo entero, la palabra es malversada.
Friedrich Nietzsche restaba valor a la palabra frente a la música, porque sostenía que el lenguaje es la representación de las apariencias, la expresión de la percepción de las cosas, mientras que la música es la voluntad pura, la sustancia más íntima de todo lo que existe, el elemento metafísico del mundo. Como hegeliano, inventó una oposición dialéctica entre la palabra y la música, probablemente para relegar así al olvido la Creación por medio del Verbo, la Palabra como principio y motor del universo. Es probablemente la fe en el carácter primigenio de la palabra lo que hace que en las naciones en las que todavía existe el temor de Dios resulte tan grave la mentira.
La oposición no es tal. La música penetra de manera espontánea en el espíritu, sin intermediarios y, si es buena, lo hace vibrar de emoción y lo eleva hacia estadios inimaginables. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las marchas militares y la pasión patriótica, o con el canto gregoriano –totalmente formado por voces, sin instrumentos– y el sentimiento religioso.
Sin embargo, la prosa también tiene música, lo saben muy bien los escritores, que buscan el ritmo y la melodía de los párrafos para que su narración penetre hasta el alma de los lectores. Ni qué hablar de la poesía, que fue el medio de transmisión de los relatos a lo largo de miles de años. Los profesores ya no hacen estudiar a sus alumnos poesías de memoria, una práctica que despertaba el sentimiento épico y cultivaba la estética del lenguaje.
Podríamos sostener que, en todas estas expresiones, es la música, subyacente en las subidas y bajadas de la ola de las oraciones gramaticales, la que sigue dando carácter a la palabra. Pero no siempre. Pensemos en el maravilloso movimiento de flashmob, esa extraordinaria práctica con la que aparentes camareros y comensales en restaurantes, azafatas y pasajeros en aeropuertos y estaciones de trenes o, simplemente, visitantes de un shopping, irrumpen sorpresivamente con la entonación de arias de óperas famosas, para deleite del público real. Comienza alguno de ellos en un rincón en alta voz y todos vuelven la cabeza en busca del loco que se atrevió a sobresalir en medio de ese murmullo indefinido de las grandes concentraciones anónimas. Sigue inmediatamente otro desde un ángulo opuesto y ya todos advierten que les espera el regalo de un espectáculo sensacional del que ni siquiera imaginaban disfrutar. Finalmente, explota un coro compuesto por tantos miembros de lo que hasta entonces era una simple muchedumbre, que cada individuo de esa multitud amorfa adquiere la convicción de estar a punto de transformarse en un artista y despojarse súbitamente del anonimato que lo funde con la masa.
La ópera exalta la individualidad y el heroísmo. No solo la música le da belleza a la palabra. La palabra personifica la música y, la ópera, lo dice Nietzsche lamentablemente en tono crítico, concede al hombre “la virtud de un reconfortante tutelar contra el pesimismo”.
Recordemos ahora el “Va pensiero”, de la ópera Nabucco, una de las melodías más bellas que hayan sonado alguna vez sobre la Tierra. Mediante esa música coral, Giuseppe Verdi canta una oda a la libertad de los esclavos hebreos en Babilonia. ¿Sería lo mismo ese fragmento si solo consistiera en una composición instrumental? Pensemos en sus versos: “¡Oh, mi patria, tan bella y perdida…!”, o el momento en el que el coro estalla: “Arpa d’or dei fatidici vati…” (“Arpa de oro de los magníficos vates ¿por qué cuelgas silenciosa del sauce?”).
Otra vez la nación en el “Coro de los Peregrinos” de Tannhäuser, de Richard Wagner: “Con alegría te reencuentro, patria mía; con gozo saludo a los hermosos prados…”. canta un coro de hombres en alemán, al que Tannhäuser se une para pedir el perdón del papa por haber convivido en una cueva con la diosa Venus.
Y, así y todo, el elogio del patriotismo y del sentimiento colectivo ni por un momento abandona el eje de la iniciativa individual que la ópera reivindica recurrentemente. Recordemos ahora a Turandot, cuando la princesa de hielo, a pesar de su promesa, intenta descubrir el nombre del hombre que la pretende, para evitar casarse con él, para lo cual ordena a su pueblo no dormir hasta encontrarlo. Y, sobre el final, la respuesta del pretendiente que la desafía con el famoso canto “Nessun dorma” (nadie duerma), esa famosa aria que en nuestro tiempo tanto preocupó a Luciano Pavarotti, quien la cantó maravillosamente, y que finaliza con el anuncio de que al alba vencería.
La ópera es lo opuesto a la contracultura progresista de nuestra época, al feminismo radicalizado, al desprecio a la virilidad y a la femineidad, al resentimiento colectivo, a la socialización del fracaso, al descarte de la vida, a la pulsión por la muerte y al humor cool de la sonrisa pintada. El personaje de ópera estalla en carcajadas, arremete en un ataque de ira o llora amargamente por un amor perdido, pero es completamente ajeno a la pusilanimidad del narcicismo, al chisme barato o al intimismo abrumador de los divanes televisivos.
Occidente en general y la Argentina en particular padecen un síndrome de negación de la lógica aristotélica, que fue su columna vertebral, y no ven un inconveniente en la adhesión fervorosa a principios contradictorios entre sí. De ese modo, se puede sostener cualquier cosa mientras sirva a los fines de la contracultura, al desmembramiento de la familia, a la injuria a las fuerzas del orden y la defensa, a la inquisición sobre el sentido común, a la asfixia de los creadores de riqueza, al subsidio a los enemigos, a la defensa de los culpables y a la muerte de los inocentes.
¿Cuántas más veces habrá que repetir estas cosas cuando casi nadie escucha, cuando los pocos que oyen fingen sordera y los que acusan recibo responden con “los clubes nocturnos de Nueva York”?
La ópera es un símbolo y también algo más que eso. Lo que importa es advertir que la reposición del orden, tal como Platón lo concebía en la ciudad-Estado, requiere de la restauración de las potencias del alma y, en ese camino, el arte llega directamente a ella, sin pasar por los silogismos, en un tiempo en el que la lógica fue eliminada de los programas de estudio.
Autor de la novela La rebelión de la ópera (2023)