Wittgenstein y el Tractatus, cien años después
Las revoluciones políticas son por definición bruscas. Las científicas, de seguir la teoría de Thomas Kuhn, implican un cambio de paradigma. Las de los libros de filosofía participan a su manera de estas últimas, pero reclaman una morosidad especial: la interpretación que da el tiempo. La influencia de un volumen como el Tractatus Logico-philosophicus, que Ludwig Wittgenstein (1889-1951) publicó en 1921, hace 100 años, fue pronto decisiva, pero algunas características del conjunto lo vuelven todavía objeto de enigma. Tuvo como primer destinatario el mundo de la lógica (específicamente Bertrand Russell, con el que el vienés Wittgenstein estudió en Cambridge), pero hoy interesa en igual medida a los artistas. Pascal Quignard, en uno de los títulos de su serie Último Reino, es revelador cuando señala que, antes que un extremista lógico, “Wittgenstein es el teórico de la desaparición del lenguaje: Sprachlosigkeit”. Aquella famosa frase final del tratado (“De lo que no se puede hablar hay que callar”), que inauguraría el vacío de una segunda parte no escrita, más importante que la escrita (según dijo el joven filósofo a su editor), todavía resuena en nuestro mundo a fuerza de negatividad.
El Tractatus no es de fácil comprensión. Su arquitectura numérica de proposiciones, su acerado sentido aforístico revelan también una sensibilidad. El tema de origen es la relación entre mundo y lenguaje (que en este “primer Wittgenstein” tendrían la misma lógica), pero de ahí, en un deslizamiento que Russell no advirtió, pasa a la esencia de la vida, a su sentido, la ética y un curioso misticismo.
“Wittgenstein pretendía ofrecer formas alternativas de representación que pusiesen fin a los interrogantes misteriosos que la filosofía había ido desplegando a lo largo de la historia”, dice Carla Carmona en Wittgenstein. La consciencia del límite (Shackleton), una muy recomendable introducción al pensamiento del austríaco. La mayoría de los problemas filosóficos son, en su visión, “fantasmas de la metafísica”, malentendidos de lenguaje. La filosofía solo se puede ocupar de los hechos. Wittgenstein –es su primera revolución– se aboca solo a clarificar y delimitar. Esa intención demoledora llevó a que Alain Badiou hablara de “antifilosofía” o que otro francés, Gilles Deleuze, lo considerara la gran tragedia filosófica del siglo XX. Él, en todo caso, renegaría del Tractatus, con el que pensaba haber logrado descifrar el mundo, para dar espacio a un “segundo Wittgenstein”, el de las Investigaciones lógicas y los juegos de lenguaje.
Los equívocos a que dio lugar el Tractatus pueden observarse en el supuesto papel de Wittgenstein en la formación del Círculo de Viena, los positivistas lógicos. “Para el Círculo de Viena –explica Wolfram Eilenberg en Tiempo de magos. La gran década de la filosofía 1919-1929–, la metafísica no era más que un constante atropello a la cultura y, además, de consecuencias letales. Para Wittgenstein, en cambio, la consiguiente pretensión de anatemizar estas cuestiones y declararlas fútiles equivalía a una voluntad de suicidio cultural”. Si sus supuestos seguidores tiraban de la cuerda lógica del criterio de verificación, Wittgenstein les respondía –para su absoluto escándalo– con Schopenhauer, Tolstoi y Kierkeegard. Wittgenstein, un carácter complejo y torturado como refleja la gran biografía que le dedicó Ray Monk, incluso llegó a sostener que podía entender a Heidegger: era la angustia la que impulsa al hombre a arremeter contra los límites del lenguaje.
Esas fricciones dejan en claro un detalle que se había pasado por alto: cuando Wittgenstein habla de disolver supersticiones se refiere al lenguaje filosófico, con sus ambiciones de ciencia. La poesía, en cambio, pertenece al ámbito “de lo que se muestra”, “es una manifestación del callar”, forma parte del asombro del mundo. Wittgenstein, recuerda Carmona, “siempre está pensando en la lógica, que lo místico es su límite, que se trata del reino de lo inefable, donde no cabe formular en términos lógicos los sentimientos éticos, estéticos o religiosos, pues cuando se los saca de su morada ni siquiera la candidez los salva de convertirse en ideología”. Por eso Wittgenstein, gran lector de Georg Trakl, también hubiera podido ser –de haberlo permitido la cronología– un lector ideal de Paul Celan.