Walter Benjamin, la parábola de un espíritu errante
A Walter Benjamin le subyugaban los objetos. Era de esas personas que lo tocan todo con una sensualidad exploradora en las manos, los dedos que parece que se dilatan al tocar y adquieren un poder adhesivo como de ventosas. Su amor por los libros infantiles y por cualquier clase de libro o revista o periódico era tan material como el que sentía por los juguetes. Una curiosa fraternidad une en ese amor a tres contemporáneos, cada uno de ellos extemporáneo a su manera: Benjamin, Klee, Torres-García. Hasta el final de su vida errante Benjamin conservó un dibujo de Klee que había comprado en 1924, la figura de un ángel, Angelus Novus. Sólo se desprendió de él en los últimos tiempos de incertidumbre y penuria en París, cuando tendría que haberse marchado y no lo hacía, cuando aún estaba a tiempo de huir de Europa, antes de la declaración de guerra en septiembre de 1939.
En su biografía detallada y magnífica de Benjamin, Howard Eiland presta mucha atención a su amor por los objetos, a sus manías y sus rarezas personales. Benjamin estaba muy interesado en la grafología y era un gran lector de novelas policíacas. Leía las de Agatha Christie, los enigmas truculentos de Gaston Leroux, las aventuras de Fantomas. Pero su preferido era Georges Simenon, y se entusiasmó con El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, que leyó en francés. Quizás el refugio y la inercia de la lectura lo inducían a dejar para más tarde lo que habría sido muy urgente que hiciera. Era uno de esos perezosos que no paran de trabajar, un abúlico de andares torpes que caminaba durante días enteros por París, un expatriado casi sin oficio ni beneficio que llegaba cada día a la Biblioteca Nacional con una puntualidad de funcionario y se quedaba hasta la hora de cierre sumergido en los yacimientos documentales sobre la vida en París en el siglo XIX, sobre los bulevares y los pasajes por los que anduvo el fantasma de su querido Baudelaire.
Pero también había tardado en irse de Alemania en 1933, y habría caído en manos de la Gestapo si llegaba a retrasar sólo un poco más la huida. Walter Benjamin tenía a la vez espíritu de vagabundo y espíritu de coleccionista, y esa doble condición incompatible le complicaba la vida más aún de lo que ya lo hacía de por sí su propia incapacidad para las cosas prácticas, su sostenido talento para no tener éxito en ninguno de los empeños que se proponía. El espíritu vagabundo se arregla con un equipaje ligero y una existencia más o menos azarosa. El coleccionista requiere estabilidad para estar siempre rodeado de sus posesiones. Walter Benjamin es el coleccionista nómada que no para de adquirir y que lo va perdiendo todo, desde el mismo momento en que la ruina de Alemania, después de 1918, arrastró consigo el bienestar de la clase burguesa judía e ilustrada en la que él había nacido. Su lectura de Proust, más intensa porque lo tradujo al alemán, le dio los instrumentos literarios para revivir el mundo de su propia infancia. Proust escribió en un largo sedentarismo de enfermo burgués los siete volúmenes de su novela: en una Europa sometida a convulsiones criminales, a tsunamis de guerra mecanizada y exterminio, Benjamin pudo escribir más bien a salto de mata, en cafés, en habitaciones baratas de hotel, las páginas concisas de su Infancia en Berlín hacia 1900. Los siete volúmenes suntuosos de Proust se reducen en Benjamin a una brevedad de libro de poemas. Pero ese libro él nunca lo tuvo en sus manos. Como casi todos los suyos, Infancia en Berlín sólo se publicó después de su muerte. El hombre que amaba tanto tocar las cosas, los juguetes, los libros, las estilográficas, y que tenía una vocación literaria tan devoradora, escribía para revistas minoritarias de exiliados o para sí mismo, y no pudo ver impresos los libros suyos que soñaba, en parte porque los capítulos que debían conformarlos eran artículos y ensayos dispersos por ahí, en parte porque no pudo darles fin. Para un adicto a Benjamin es una delicia visual y táctil la edición del Libro de los pasajes publicado en español por Abada, pero ese placer no debe hacernos olvidar que lo que estamos tocando no es una obra culminada sino un almacén de borradores. A Benjamin le faltó tiempo y calma para completar ese proyecto magnífico, pero quizás había crecido y se había desbordado tanto que ya no había manera de que se lo pudiera sujetar a una forma inteligible.
El biógrafo Eiland cuenta que en enero de 1940, mientras intentaba acelerar trámites de huida siempre postergados para los que de repente ya era tarde, Walter Benjamin se compró una máscara antigás. La guerra declarada y en suspenso desde unos meses atrás podía empezar de verdad en cualquier momento. En el cuarto donde ya no estaba el dibujo de Paul Klee, la máscara antigás, con su presencia monstruosa de cuero, metal y goma, le hacía pensar a Benjamin en las calaveras que tenían en sus celdas los monjes antiguos como recordatorio de la muerte. La llevaba consigo cuando salió de París, en el último momento, en uno de los últimos trenes que pudieron abandonar la ciudad, el 14 de junio. Pasó unos meses refugiado, más bien absurdamente, en Lourdes, donde las multitudes de fugitivos se mezclaban con las de fieles que peregrinaban al santuario mariano. A finales de septiembre estaba en Port Bou, en la Fonda Francia, agotado de tanto huir, muy enfermo del corazón. Gracias al talento administrativo de los fabricantes de patrias y fronteras, disponía de un visado de tránsito por España, y otro para Portugal, además de un visado de entrada para Estados Unidos, pero no tenía visado de salida de Francia. Si las autoridades españolas lo hacían volver, los franceses lo entregarían de inmediato a los invasores alemanes. Gracias al testimonio de una compañera de huida sabemos cuál fue el último objeto de valor que conservaba Walter Benjamin: un reloj antiguo, de oro, un resto arqueológico de vida burguesa, un recuerdo de familia. El reloj estaba abierto sobre una repisa, junto a la cama donde yacía Benjamin, que no paraba de mirar la hora. Quizás en ese momento ya había tomado su dosis de morfina y comprobaba en el reloj la rapidez de su efecto.