Voto a los 13 en una Argentina adolescente
El gobierno impulsa la idea de bajar la edad de votación a una franja generacional que recién empieza a salir de la infancia
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Tal vez sea una mera maniobra para distraer a la opinión pública o un simple globo de ensayo para correr el eje del debate. En cualquier caso, la sola idea de bajar la edad de votación a los 13 años es un liso y llano disparate que, sin embargo, parece hacer juego con los rasgos adolescentes que tiñen a la cultura política y al propio manejo de los asuntos públicos en la Argentina.
Votar es un derecho, pero a la vez, una responsabilidad. Es un acto que requiere sensibilidad cívica y experiencia ciudadana, que exige capacidad de juicio y de discernimiento, y que supone una cierta madurez para calibrar los valores y las opciones en juego. A los 13 años, todas esas condiciones están en formación. Es una edad de aprendizaje y de ejercicios lúdicos, de exploraciones y de descubrimientos, en la que las nociones del Estado, la política, las ideologías, las leyes y la institucionalidad son muy preliminares, y está bien que lo sean. ¿Por qué involucrar de manera precoz en la definición de los asuntos públicos a una generación que recién sale de la infancia? La respuesta podría estar en la conveniencia y el oportunismo, pero también en una idea que devalúa la política y que ubica a los asuntos públicos en la dimensión de un juego y una aventura improvisados.
Intentar una equiparación entre la edad de imputabilidad penal y la edad para votar roza directamente el absurdo. A los 13 años se puede distinguir entre el bien y el mal y tener incorporada, por supuesto, una idea sobre el valor de la vida humana y la integridad de otras personas. Eso nada tiene que ver con la comprensión de la representación política y con el propio lenguaje de un debate electoral. Por otra parte, aplicar una legislación para adultos a quien comete actos propios de un adulto tiene una lógica que puede ser debatible, pero que es indudablemente racional. Muy distinto es considerar que todos los menores de 13 años están en condiciones de asumir derechos y obligaciones propios de un ciudadano mayor.
Por supuesto que para votar en una elección general no se necesita ser “un entendido” ni muchos menos una persona formada en cuestiones de naturaleza política o institucional, pero es indispensable, sí, tener una condición ciudadana que solo se adquiere con cierto grado de experiencia práctica, de madurez y de comprensión que todavía no se ha adquirido en esa frontera difusa que divide a la niñez de la adolescencia.
Basta mirar los programas de primer año de la escuela secundaria para entender que a los 13 años los chicos recién están aprendiendo las primeras nociones sobre la conformación territorial e institucional de la Argentina. No podrían definir, todavía, qué es el federalismo ni la división de poderes ni el sistema presidencialista. Recién empiezan a estudiar las diferencias entre nación, provincia y municipio. El voto precoz los llevaría, entonces, a decidir sobre cuestiones que no comprenden ni tienen por qué comprender.
“A los 13 años pueden hacer actos jurídicos, comerciales, tener familia, casarse y decidir su plan de vida, ¿por qué no pueden votar?”, acaba de preguntarse el ministro de Justicia de la Nación. Habría que recordarle que para todos esos actos necesitan autorizaciones de padres o tutores. Pero en todo caso la pregunta sería al revés: ¿es deseable para una sociedad moderna que un chico o una chica formen una familia o se casen a los 13 años? Por esa línea argumental, se bordea la justificación del trabajo infantil. El oportunismo político parece conducir al disparate con ramplona liviandad.
Las consecuencias del despropósito pueden ser más negativas de lo que surge a simple vista. Por un lado, reforzaría un rasgo cultural que indica que los derechos están por encima de las obligaciones y que las cosas pueden hacerse con más audacia que preparación. El mensaje sería ese: no importa que no sepas de qué se trata y que no comprendas lo que se discute, vos votá igual. No importa que no tengas todavía obligaciones como ciudadano: vos hacé valer tu opinión. Se consolida una idea típica de los populismos: los derechos no se adquieren, se regalan. Lo que importa es acortar camino. Si para pasar de año no se necesita aprobar ni mucho menos estudiar, ¿por qué se necesitaría cierta madurez cívica para poder votar?
El voto a los 13 tendría, seguramente, otro impacto negativo en una escuela que ya está asediada por el deterioro y la cultura sindical. Estimularía la politización prematura en las aulas e instalaría debates y preguntas desacoplados de los contenidos propios de esos primeros años del secundario. El interés por los asuntos públicos y por la discusión política es saludable en una sociedad democrática, pero forzarlo y precipitarlo a una edad en la que todavía se está formando la capacidad de abstracción, de interpretación y de asociación de ideas podría resultar tan temerario como arrojar a un chico a una piscina sin haberle enseñado a nadar.
La docencia militante y el adoctrinamiento escolar podrían tender a exacerbarse frente a la avidez, la ansiedad y el desconcierto de un electorado preadolescente.
Para la política, la incorporación de una significativa franja de votantes de entre 13 y 15 años podría implicar, mientras tanto, una mayor infantilización del discurso, con campañas más centradas en eslóganes, sketches y simplificaciones que en propuestas elaboradas frente a cuestiones y problemáticas complejas.
El voto joven, de entre 16 y 17 años, ya representó en las últimas elecciones el 3 por ciento del padrón. Si se incorporaran los chicos de 13 a 15, podría proyectarse un electorado cercano al 7 por ciento por debajo de los 18 años, aunque la propuesta, como es habitual en la Argentina, se ha lanzado sin datos ni precisiones numéricas. En cualquier caso, se trataría de una porción significativa, a la que los candidatos intentarían seducir. Preparémonos entonces para una profundización de la política adolescente: más música pegadiza que discursos y debates, más ocurrencias para TikTok que propuestas y programas articulados, más emoción que racionalidad y más humo que sustancia.
Todo parece combinar con los rasgos adolescentes del liderazgo presidencial, donde la gestualidad altisonante, la palabra gruesa e irresponsable, el berrinche, el capricho, los enojos, las peleas y el bullying parecen dominar un temperamento ruidoso e intempestivo que condiciona la gestión de gobierno y que empieza a inquietar a los mercados quizá tanto como la continuidad del cepo.
Para entender los rasgos actuales de la política tal vez haya que leer el último libro de Pedro Luis Barcia, La identidad de los argentinos, en el que recopila distintos autores, desde Genaro Bevioni hasta Marco Denevi, que retratan a la nuestra como una sociedad adolescente. Denevi lo justifica en siete notas distintivas: 1) todo es para nosotros primacía de derechos sobre los deberes y las obligaciones; 2) somos anómicos, reaccionamos contra lo estatuido y toda forma de autoridad; 3) improvisadores, sin proyectos, desestructurados; 4) no asumimos responsabilidades; 5) no nos conocemos a nosotros mismos; 6) no tenemos capacidad de resiliencia, y 7) somos narcisistas.
Como toda generalización, podría ser discutible. Pero la “condición adolescente” parece estar en los rasgos identitarios de una Argentina que, una y otra vez, ha buscado el atajo y ha hecho un culto de la viveza criolla.
Esa cultura de la avivada quizás ayude a entender esta última ocurrencia: ¿qué otras cosas podrían explicar la idea del voto a los 13 años que no sean la conveniencia coyuntural de un oficialismo que se cree cercano a los más jóvenes y la voluntad de instalar otra cortina de humo?
El país necesita, por supuesto, una urgente reforma electoral: es imprescindible la boleta única de papel, así como un debate sobre la obligatoriedad de las PASO. Pero mezclar en esa iniciativa el voto a los 13 años es embarrar la cancha, otro vicio típico de la política vernácula.
En esa cancha embarrada, la política sigue creyendo que “conectar con los jóvenes” es regalarles “derechos” y venderles espejismos: desde los viajes de egresados de Kicillof hasta el voto adolescente de Milei. Tal vez se trate de otra cosa: de ofrecerles una educación exigente y de calidad para un país que se decida a madurar y abandone la eterna adolescencia.