Volvió la música al hall del teatro San Martín
De a poco, más de un año después de la reapertura, los porteños volvemos a circular como antes por el Teatro San Martín. Primero fueron las salas, después la Lugones y, a mediados de este año, se reabrió la Fotogalería donde fotógrafos profesionales y amateurs, amantes del arte de la imagen fija y curiosos a la espera de que comience tal o cual función teatral podemos recorrer el pasaje que conecta el San Martín con el centro cultural de la calle Sarmiento. La puerta que años atrás permitía cortar camino en medio de la tarde o la noche todavía está cerrada.
Una tradición que se recuperó en 2018 fue la de los recitales gratuitos en el hall central del teatro. En los años 80, después de los años de la censura que habían infiltrado los gobiernos militares, además del temor a las razias nocturnas y la paranoia omnipresente que viste esas circunstancias, muchos salimos a la calle a la búsqueda de creatividad en cualquiera de las formas posibles: espectáculos, performances, lecturas de poesía, festivales de teatro y maratones de fiestas. La oferta era inmensa y gratuita. Para los que todavía convivíamos con nuestros padres, al final de la escuela secundaria, nos alcanzaba salir con el dinero justo para ir y volver a casa en tren o colectivo.
El hall del San Martín era un espacio estratégico en el mítico centro de la ciudad. Aunque nadie nos obligaba, era un lugar "obligado" para el encuentro con amigos y desconocidos que, con suerte, se convertirían en amigos. Y de paso, teníamos la oportunidad de asistir a un espectáculo gratuito. Creo que lo consideraba una especie de regalo democrático.
En ocasiones no teníamos idea de quiénes eran los artistas invitados a cantar en el hall. Así, ignorantes de todo, escuchamos a Marikena Monti, al Cuarteto Zupay, a Rubén Goldín y a Susana Rinaldi, a la que sí conocíamos por los discos de nuestros mayores, que se escuchaban en reuniones nocturnas o los domingos antes del mediodía. Asombrados, vimos por primera vez a una orquesta de jazz integrada por hombres vestidos de etiqueta. De fondo, el gran mural de Juan Battle Planas y el nombre de Carlos Morel en el frente. ¿Quién había sido? Como Google no existía, tardamos en descubrirlo.
Este año volvió la música al hall central del teatro, que cambió de nombre. Ahora se llama Alfredo Alcón. El hermoso mural dedicado al arte musical resplandece como décadas atrás, y la luz que cambia lo hace parecer distinto según las horas del día. La tarde del martes, después de trabajar y de ver una película (porque había terminado de trabajar un poco más temprano), caminé hasta el San Martín. El aire de primavera había invitado a toda la gente a salir a la calle. Media hora antes del último concierto de 2018 en el hall, me apoyé contra una de las columnas, detrás de la base del encargado de sonido, como un espía, a ver llegar a la gente. Parejas de jóvenes y de adultos, gente suelta, asistentes a otros espectáculos a los que les sobraba un poco de tiempo, oficinistas, un hombre que llevaba el casco de la moto en un brazo como si fuera una cartera, varios ancianos (sin duda el público más preparado de la ciudad de Buenos Aires), funcionarios públicos, una señora que hablaba sola y algunos niños en brazos de padres con bermudas estaban entre el público.
"Están todos sentaditos, muy educaditos", fue lo primero que dijo Hilda Lizarazu cuando subió al pequeño cuadrado negro de madera que oficiaba de escenario. La blusa que se había puesto hacía juego con los colores del mural de Battle Planas. Sonreía y estaba atenta al sonido ("un poco menos grave", pidió, y luego alzó los dos pulgares en señal de aprobación) y también a los gestos del público. Todos pensamos que nos devolvía la mirada.
Después de cantar canciones de su nuevo álbum, covers de los primeros cinco años del rock nacional, cantó a pedido algunos de sus hits. "Los ves, están tan contentos/ en los afiches nuevos/ de algún celular// Por la calle, una sonrisa vale oro/ o el doble/ En mi barrio/ en la mañana hubo un robo/ violento// Si hay un Dios/ algo tiene que hacer/ sí, porque algún Dios/ tiene que aparecer/ ahora un Dios/ que se ponga la diez". En el hall, muchos conocíamos la letra.
Afuera, una marcha de estudiantes y docentes protestaba contra el cierre de los profesorados porteños y la creación de un organismo -Unicaba- que el Ministerio de Educación de la ciudad propuso y ayer aprobó la Legislatura porteña. Mientras las pancartas se alejaban Corrientes abajo, el concierto de Hilda Lizarazu llegaba a su fin: "Grité, grité, lo siento/ Me pasa cuando escucho a un político hablar/ Los ves, están tan contentos/ esa sonrisa no la juzga/ ningún tribunal".