Volver a empezar con una nueva conciencia ambiental
Aislados en el interior de los esteros del Iberá, en el bosque del Impenetrable chaqueño, en la meseta patagónica o en las playas del litoral marítimo donde trabajamos para proteger la vida silvestre, nos levantamos una mañana desconcertados por las noticias mundiales que anunciaban que nadie debía moverse. La Organización Mundial de la Salud pedía que suspendiéramos todas nuestras actividades y nos encerráramos entre paredes, tomando distancia entre personas, porque corríamos riesgo de morir en masa.
Al ser parte de ese 10% de argentinos que aún vive en áreas rurales, despobladas por el cambio radical del sistema productivo, laboral, educativo y de consumo, fuimos bendecidos con la ventaja de atravesar la cuarentena rodeados de horizontes amplios y luz natural, y bien abastecidos con huertas y animales de cría. En nuestro caso, biólogos y veterinarios de vida silvestre sumergidos en las últimas zonas agrestes del país, con la compañía de cientos de aves, el deambular tranquilo de carpinchos, guanacos, y pingüinos; flores, pastizales y montañas.
El 90% de nuestros conciudadanos y parientes quedó atrapado entre "cuatro paredes", en medio de ciudades donde el riesgo no solo es el virus, sino también un estallido social por la escasez de aprovisionamiento, el hacinamiento prolongado y la desesperación frente a un futuro incierto, sin ingresos o alternativas económicas.
En 2007, por primera vez en el mundo hubo más personas viviendo en ciudades que en el campo. En la Argentina, para entonces más del 90% la población había migrado a los centros urbanos en busca de trabajo, educación y una vida diferente a la de sus padres, en un escenario donde criar animales, esquilar, trabajar en la zafra, fumigar tabaco o hachar el monte está mal remunerado y resulta una tarea insalubre y poco valorada. Sin embargo, la aglomeración de personas en grandes ciudades no implica una menor presión sobre el campo o la vida silvestre. Al contrario. Es necesario abastecer la demanda de millones de personas, día a día . Todo viene de afuera, desde lejos, de algún campo en este o el otro lado del mundo. La era industrial nos ha sumergido en las garras de un mercado globalizado en el que perdimos la noción de dónde y cómo se producen los insumos, a qué costo y con qué impactos ambientales. Esos impactos han transformado ríos, suelos, el clima, y nos han llevado a la pérdida de la biodiversidad. Una crisis imperceptible por su escala global, pero cuyos efectos hoy nos han frenado en seco.
Nuestra vida sobre la Tierra no es ajena al funcionamiento de la naturaleza. Las leyes no son las que definen las legislaturas, sino las que rigen la vida natural, de la que somos parte. Es mejor empezar a prestar atención a dónde estamos parados, entender los procesos ecológicos, volver al sentido común de la vida rural y de las economías locales, si no queremos ser sorprendidos nuevamente por la aparición repentina de un ser que, como tantos otros, evoluciona e intenta reproducirse rápidamente en el contexto que encuentre. En este caso, el virus que, aparentemente, saltó de un murciélago selvático a un huésped intermediario en un mercado, y de allí a un hombre, que poca interacción hubiera tenido naturalmente con esos seres nocturnos de la selva.
Sin duda, al coronavirus la oportunidad se la dimos nosotros. No solo porque encontró la manera de reproducirse y dispersarse, sino porque generamos las condiciones ideales para su propagación. Hemos desmontado, incendiado y luego construido ciudades en lugares marginales, así como fragmentado los ecosistemas que constituían barreras naturales. Hemos traficado animales silvestres entre continentes, generando invasiones de especies exóticas; eliminado los depredadores topes que mantienen la salud de los ecosistemas; contaminado mares y ríos, y ocupado cada rincón del globo con la asistencia de tecnología industrial. Hemos sobrepasado todos los límites que permiten mantener nuestra propia existencia con igualdad de condiciones para los más de 7700 millones de personas que somos. Si todos pretendiéramos consumir como lo hacen en los países desarrollados, necesitaríamos 6 ó 7 planetas como la Tierra.
No hay crecimiento al infinito en un planeta finito. No hay justicia social en un planeta muerto. Y hoy sabemos que no habrá salud para todos si no logramos recuperar los ecosistemas completos y funcionales que sustentan nuestra existencia. No hay tecnología que pueda reemplazar la capacidad de la propia naturaleza, producto de millones de años de evolución y adaptación, para recuperar esa red tan compleja y sutil que necesitamos.
Que la emergencia y la reactivación económica no tapen las causas más profundas de esta crisis. Los grandes debates sobre la extinción de especies, la emergencia climática, las desigualdades sociales deben darse ahora que hemos parado y que tenemos la posibilidad de volver a empezar, con mayor humildad y solidaridad para con todos los seres vivos que comparten el planeta con nosotros. Este es el momento: emprendamos el camino de vuelta a la naturaleza.
Directora ejecutiva de la Fundación Rewilding Argentina