Volvamos a preguntar por qué
Una cosa es lo que creemos que es, cómo es, por qué es. Otra cosa es la explicación que la ciencia ofrece acerca de lo que es, cómo es y por qué es. Y por último está la realidad, que es de un modo y tiene sus cómo y sus porqués, inasibles o insondables. “Es un error pensar que la misión de la Física es averiguar cómo es la naturaleza. La Física trata sobre lo que podemos decir acerca de la naturaleza”, dijo el gran Niels Bohr. La diferencia puede parecer demasiado sutil; y sí, lo es. Pero pueden tomarme la palabra, las diferencias sutiles son las que realmente cuentan.
Los chicos atraviesan entre los 3 y los 4 años una etapa en la que parecen obsesionados con los porqués. Nos vuelven locos, pero tomamos el asunto como de quien viene. Cosas de chicos. Para empeorar el escenario, no siempre tenemos una respuesta, y aunque hoy sería relativamente fácil encontrarla en el celular, nos falta el tiempo o la energía. O, lo que es más frecuente, nos sobran otras ocupaciones y preocupaciones.
Formaba parte del folklore familiar el relato, quizás algo adornado, sobre el difícil período que les hice atravesar a mis padres durante mi etapa de los porqués. Ponía las manos en jarras –me cuentan– y empezaba a disparar mis interrogantes, sobre cuya respuesta luego reflexionaba un rato, para volver a la carga una vez que tales explicaciones inspiraban una nueva duda. Y así, sin tregua. Al parecer, fue duro.
Pero fueron tiempos apasionantes. Lo son para cualquier chico, obtenga o no respuestas. El lenguaje ha madurado casi por completo y la realidad está ahí, recién estrenada. Para los niños, el mundo nace con ellos. No hay historia. Ni hay todavía demasiada proyección. Perciben lo que existe en su forma más pura. Dentro de poco, ese mundo será reemplazado por lo que señalaba Bohr: no ya la realidad, sino lo que podemos decir de la realidad.
Deberíamos atesorar esos primeros instantes de cosmos absoluto, porque luego rara vez volveremos a tener una experiencia tan extraordinaria. El satori, tal vez. La paternidad, vaya paradoja. El instante en el que esa melodía que vivirá por siglos aparece en la consciencia de un Beethoven todavía joven o un Mozart que sabe que está por morir.
En todo caso, la etapa de los porqués dura poco. Enseguida, el mundo queda cubierto por un delgado barniz de símbolos y solo volveremos a preguntarnos por qué cuando atravesemos experiencias inusitadas, cuando el barniz se cuartee y deje ver el mundo en carne viva. Recuperaremos entonces, durante unos segundos, los ojos de los niños, que tendemos a asociar con el asombro –es verdad, algo de asombro hay en sus miradas–, pero que son sobre todo como los ojos de Dios. El niño tiene la oportunidad única de observar lo que es, no lo que decimos que es, el porqué de lo que es o el cómo es eso que es.
Pero por algo el chico pregunta. Una vez. Diez. Cien. Mil veces. Por algo el porqué es la duda más poderosa. Frente a la desgracia o el desengaño más atroz, intentamos entender la causa. Por qué a nosotros, por qué a mí. Existe algún motivo (y esta es otra pregunta que indaga sobre los porqués) que nos lleva a buscar la razón. A veces, la razón última, la original, la definitiva.
El resto del tiempo, sin embargo, nos alcanza con lo que creemos que es, cómo es y por qué es. Funciona bien, hasta que ocurre una pandemia. En circunstancias extrañas, el barniz de símbolos se descascara. Ocurre asimismo durante las guerras o en un naufragio. De pronto vemos la realidad desnuda, solo que ya no somos niños y no nos atrevemos a preguntar.
Deberíamos recuperar ese pedacito de infancia. El chico pregunta porque de algún modo intuye que saber equivale a sobrevivir. De grandes, durante una crisis planetaria como la que atravesamos ahora, tenemos que cuestionar nuestras creencias, usos y costumbres, y por idéntica razón. Para sobrevivir. No es fácil, cierto. Pero tampoco fue fácil ser chico.