Viviendo en el país del “como si”
Allá por abril o mayo del año pasado, en los primeros tiempos de la cuarentena, aparecieron en los medios muchas notas que mostraban cómo la gente, dentro de las limitaciones que imponía el encierro, intentaba seguir adelante con sus rutinas. Un runner porteño, por caso, había creado un circuito para correr en su departamento y daba interminables vueltas de calesita a través de los dos o tres ambientes en los que vivía con su familia. Era, sin duda, un modo de mantener un remedo de normalidad cuando los días tomaban un rumbo impensado y la pandemia ponía en jaque nuestras certezas. Una manera de sentir que, pese a todo, nuestra vida, o parte de ella, seguía tal como había sido hasta allí. Gesto desesperado o recurso de nuestra resiliencia, era de todos modos una ilusión destinada al fracaso. Nada sería como antes.
Recordé aquellas escenas porque tengo la sensación de que seguimos corriendo en medio del encierro, empecinados en creer que todo sigue igual, en convencernos de que la existencia ha vuelto a retomar su antiguo curso o está a punto de hacerlo, aunque en el fondo sabemos que esto es vivir en el engaño y lo hace todo más difícil. Por lo que veo, por lo que hablo con amigos, percibo que cada cual procesa su duelo por las pérdidas y el deterioro producidos por la pandemia y la lamentable administración de la crisis en forma íntima, silenciosa. Por fuera, en cambio, somos el runner que intenta hacer de las dimensiones opresivas de su departamento el más amplio de los parques.
El país se pauperiza, la calidad de vida se degrada, pero el dolor y el efecto de ese impacto en la vida de cada cual se tramita en forma individual, privada. No encuentra un espacio común para manifestarse, para reconocerse, para identificarse incluso en el dolor de los demás. Acosados por la incertidumbre, llevamos la perplejidad a cuestas pero la rumiamos en soledad y la hacemos a un lado cuando debemos actuar en el ámbito social, laboral o institucional. Esto denota tanto la dificultad de articular en palabras lo que sentimos frente a lo que nos pasa como nuestra deficiencia en construir espacios colectivos de contención y cuidado. Por eso, en el ámbito público ponemos en pausa nuestra sensación de orfandad y seguimos adelante como si nada. Como si todo estuviera bien. Somos el país de “como si”. Muy proclive al autoengaño.
"El Presidente habla como si fuera un revolucionario, pero encabeza un gobierno sostenido por castas reaccionarias y conservadoras que defienden sus privilegios"
En este clima, la política juega el juego del poder como si se tratara de una elección más. Son muchos en la oposición los que advierten que en estas elecciones legislativas se enfrentan dos sistemas, con el riesgo de que el voto fortalezca la hegemonía populista e iniciemos el camino sin retorno hacia la autocracia, en medio de una pobreza creciente y el progresivo eclipse de las instituciones. Sin embargo, ni esta posibilidad cierta atenúa las apetencias mezquinas de poder, traducidas en internas donde no se confrontan ideas sino meras ambiciones personales. Se baten a duelo como si debajo de sus pies hubiera un piso firme donde practicar esas esgrimas verbales insustanciales. Se engañan.
El kirchnerismo, por su parte, ha hecho un arte del “como si”. Por eso vive en la mentira. El pacto de origen, en el que se transó poder por impunidad, determinó un Presidente marcado por la estafa y el engaño desde el vamos. Más precisamente, desde el mismo momento en que, en su boca, Cristina Kirchner pasó de ser “deplorable” a convertirse en la abanderada de los humildes. A partir de allí, el discurso de Alberto Fernández rindió honores a ese cinismo inaugural. Su palabra empezó valiendo nada y ahora, gracias a su incontinencia verbal, vale menos que nada. Pero él desconoce toda la realidad, incluido ese dato. Por eso sigue hablando de todo como si nada. La foto del festejo del cumpleaños de su pareja en la residencia de Olivos, con una corte de peluqueros, coloristas y servidores varios, tomada mientras el resto del país sufría el encierro más estricto, no es sino una nueva muestra de hipocresía. Refleja además una concepción del poder en la que el príncipe y sus elegidos gozan de privilegios que se les niega a los simples mortales.
El Presidente habla como si fuera un revolucionario, pero encabeza un gobierno sostenido por castas reaccionarias y conservadoras que defienden esos privilegios. Se muestra como si nos cuidara, pero divide para dotarse de poder y alcanzar sus objetivos de hegemonía e impunidad, agravando los males que aquejan a la gente. Vende en campaña una “felicidad” de cartón pintado, como si Disney estuviera a la vuelta de la esquina. Es el reinado del “como si”.
Mientras tanto, una sociedad agotada lidia como puede con el abatimiento y la resignación. En un clima hostil y hasta alienante, además, porque la dirigencia parece estar viviendo en otra frecuencia, ajena al verdadero calado de la crisis, distante también del padecimiento social. Una muestra de salud y de verdadera resiliencia sería reclamar por la verdad de los hechos y los sentimientos, un derecho esencial, y desterrar la tramposa coartada del “como si”. La alternativa es acabar corriendo en círculos en un espacio cerrado.