Vísperas de una transición por primera vez ordenada
Las vísperas de la primera transición ordenada del poder en la Argentina son un buen momento para reflexionar sobre los grandes progresos realizados por la sociedad y la economía en la última década, así como para plantearse qué dificultades se anticipan para el nuevo gobierno.
El tramo final de la campaña electoral ha sido inusual por su tranquilidad, especialmente cuando uno recuerda que nuestras tres últimas transiciones reales de poder estuvieron signadas por una guerra interna, por una guerra externa o por el flagelo de la hiperinflación. En contraste, la casi irrelevante campaña electoral de 1999 aparece irreconocible y distante de aquellos episodios traumáticos. En gran medida esto es así porque queda poco para cambiar, y aceptadas ciertas reglas de juego básicas sólo quedará por hacer, de aquí en más, mejoras y ajustes marginales.
También llama la atención el escaso espacio que el electorado permitió para el populismo, ya que el candidato Eduardo Duhalde virtualmente se incineró, primero con su prédica por el no pago de la deuda externa y posteriormente proponiendo rebajas impositivas insostenibles e increíbles. Ambas estrategias, en vez de acrecentar su caudal de votos, parecen no haber hecho más que terminar de derrumbarlo en las encuestas. Sorprendentemente, el candidato Domingo Cavallo también se sumó a la irresponsable propuesta de reducir impuestos, con resultados electorales igualmente negativos.
Las elecciones permiten avanzar un nuevo paso en el largo camino para convertirnos en un país investment grade . Una transición política ordenada con mantenimiento de las reglas de juego sería el broche de oro para la consolidación de un proceso de equilibrio macroeconómico que ya lleva casi 10 años.
Pero Wall Street siempre tiene dudas e inquietudes con respecto a la Argentina. En la primera mitad del año fue la recesión en Brasil. Después, y al igual que en 1995, el convencimiento de que era imposible que la Argentina saliera de la recesión sin una devaluación. Más tarde se plantearon dudas sobre la transición política y ahora, cuando la economía empieza a recuperarse (ver gráfico), el estigma es otro: que el nuevo gobierno pueda ver impedida su acción por enfrentar un Congreso opositor. Es aquí donde reaparece el fantasma de los últimos meses del gobierno de Alfonsín, cuando la gestión de gobierno (más allá de los muchos errores propios) fue complicada y dificultada por un Congreso que bloqueaba toda propuesta de cambio.
Teoría y práctica
Desde un punto de vista teórico, la situación que probablemente enfrentará el nuevo gobierno, con un Congreso hostil, sea la que mejor corresponda al ideal democrático. Decía James Buchanan, ganador del premio Nobel de Economía, que la unanimidad era la única manera aceptable de gobierno y que sólo deberíamos aceptar desviaciones de la misma cuando el costo de alcanzar una decisión unánime fuera tan grande que conviniera permitir mecanismos más expeditivos.
En este sentido, un Congreso opositor nos acerca a ese ideal porque fuerza a negociar y consensuar las medidas económicas y políticas, con lo que garantizamos una mayor representatividad en las decisiones. La unanimidad y el consenso no implican que todos estén de acuerdo en todo, sino simplemente que se implementen mecanismos de compensación que hacen al conjunto de medidas aceptables para todos.
Es imprescindible entonces que el nuevo gobierno entienda que tendrá que consensuar sus medidas y que encare esta tarea con el tesón y la paciencia de un artesano. Esto implicará probablemente avanzar más despacio, pero también de un manera más sólida y eventualmente más segura. La duda es si podremos lograrlo. Al respecto, el historiador económico Peter Shumway subrayaba en un estudio sobre los paradigmas intelectuales argentinos del siglo pasado el curioso hecho de que el español no tiene traducción para la palabra inglesa compromise, que indica la concesión de algo en aras de lograr otro objetivo. Lo más cercano en nuestro lenguaje es la palabra "negociación", que no implica el éxito en el logro de un acuerdo (que sí está implícito en la palabra inglesa), y que tiene, incluso, una posible connotación negativa. Y a esta falta de tradición en el arte de negociar se agrega el miedo a una oposición ciega que perciba la destrucción del rival como la manera más efectiva de acceder al poder.
¿Qué contestarles, entonces, a los inversores de Wall Street que plantean su temor por la gobernabilidad? Este temor se vio reflejado esta semana en la incongruente baja en la calificación de los títulos argentinos implementada por la agencia Moody´s. Existen varios argumentos que sugieren que la experiencia futura será muy diferente de la pasada. El más importante es que ya no hay decisiones de vida o muerte por tomar cuyo bloqueo pueda jaquear al rival político.
A esto contribuye el consenso básico sobre algunas reglas de juego, pero también la menor dispersión en el espectro ideológico, que limita el intento de buscar recetas demasiado "creativas" y probablemente más polémicas. Claro está, si el Gobierno abriera frentes de conflicto, como intentar un cambio en el régimen monetario (salir de la convertibilidad) o si la situación fiscal se le fuera de las manos, recrearía ese sentido de dramatismo donde los bloqueos serían nuevamente efectivos y destructivos.
Pero para reafirmar la idea vale también destacar que nuestros votantes parecen estar hoy mejor informados que en el pasado, tal como lo demostró el estrecho margen que dejaron para el populismo en la campaña. En este contexto no es claro que un bloqueo ciego de las políticas siga siendo un activo electoral. Un factor adicional que limita la capacidad de acción del Congreso (aunque esperamos una legislación clara sobre este mecanismo) son los decretos de necesidad y urgencia, que podrían dar mayor margen de maniobra al Ejecutivo, dificultando también el bloqueo.
Probablemente verifiquemos, en un futuro muy cercano, que estamos operando con una democracia con efectiva división de poderes, y que dicha división no preocupará ni al Gobierno ni a los inversores, aunque ciertamente le aumentará al Poder Ejecutivo la necesidad de consensuar sus propuestas. Es por todo esto que inversores y ciudadanos no deberíamos temer, sino celebrar la existencia de fuerzas balanceadas entre el Ejecutivo y el Congreso.
Más aún, independientemente de las virtudes o defectos personales de cada individuo, de no mediar sentencia judicial que justifique la remoción de un funcionario, lo último que debería hacer el nuevo Ejecutivo es tratar de allanarse el camino intentando digitar instituciones tales como la Corte Suprema o el Banco Central para alinearlas con sus objetivos. En general, los atajos terminan haciendo el camino más largo.
El autor es economista y director de la Escuela de Economía Empresarial de la Universidad Torcuato Di Tella.
El próximo domingo: el columnista invitado será Jorge Remes Lenicov
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