Violencia, ocultamiento y negación
Ocurre un día como cualquier otro. Una persona que se cree poderosa y se siente impune, en medio de una controversia o no, apela a la violencia, lastima o mata. La víctima casi siempre es una mujer. A partir de allí, de manera generalmente poco prolija, se suceden acciones para ocultar o tergiversar lo sucedido. Solo o con ayuda, el agresor en algún momento asume que puede ser descubierto e improvisa actos macabros. Aunque vengan a nuestra memoria los casos fallidos, suponemos que muchas veces, esas maniobras son exitosas y los crímenes quedan ocultos e impunes.
Algunas veces los rastros se hacen evidentes; otras, una madre o un familiar queda atravesado por la duda, y deja oír su voz de desconfianza, entre el dolor y (muchas veces) la soledad. El murmullo atrae otras miradas. Personas ajenas a historias y vínculos previos o dotados de una perspectiva menos afectada por esas relaciones. Sobre todo, periodistas. Cuando el ocultamiento empieza a dificultarse, se suman voces desde la corrección política, que dicen que se debe “llegar a las últimas consecuencias y conocer la verdad”.
En cuestión de horas vemos pasar por las pantallas a funcionarios cuya vida cotidiana transcurría, como la de la mayoría de nosotros, entre sucesos menos trágicos y menos notorios. Muchas veces desbordados, casi siempre poco preparados para atender la presión en forma de demanda pública. Las estrategias de impunidad que suceden a las muertes trágicas e injustas evidencian de manera brutal que la concentración de poder no es buena. En los casos argentinos, no se trata solo de un problema de diseño institucional, hay una cultura política que ha despojado del sentido de servicio al Estado.
Pero, y a pesar de todo eso, las sociedades que toleran cotidianamente los destratos y las postergaciones se rebelan ante la muerte y la negación. En estos casos, la nobleza de la causa impulsa la búsqueda de verdad y moviliza a los afectos cercanos, pero es la visibilidad la que les da fuerza a otros ciudadanos para pedir lo que les es debido. En la historia argentina reciente, dos casos (distintos entre sí, pero unidos por la lógica de la relación poder/impunidad) conmovieron estructuras de poder de administraciones arraigadas en el tiempo: el caso María Soledad (Catamarca, 1990, que desplazó a la familia Saadi del gobierno) y el doble crimen de la dársena (Santiago del Estero, 2003, que desplazó a la familia Juárez del gobierno). Ambos casos concluyeron con sendas intervenciones federales y reemplazo, al menos transitorio, de los elencos gobernantes.
Es claro que la corrosión ética no nace con los crímenes, sino que estos ponen en evidencia un modelo preexistente. El hecho de que se haya necesitado de la intervención federal es demostrativo de que aun frente al hartazgo y la movilización los poderes locales siempre apuestan a resistir y al olvido. Ahora bien, en lugares donde el desenvolvimiento económico es muy pobre, muchas personas se ven en el trilema de la emigración, la ayuda social o el empleo estatal. En esas circunstancias, la capacidad de presión del poder público es mayor; del mismo modo, el ejercicio del periodismo se desenvuelve en condiciones restrictivas. La hegemonía política ejercida por largos períodos a su vez incide en la conformación de los poderes judiciales y organismos de control. Incluso las condiciones de atraso relativo consolidan la dominancia de las elites vinculadas a las pocas cadenas de valor existentes y/o al control del Estado.
Por eso, no es sorprendente que algunos años luego de cada crimen, las condiciones para replicar la escena tortuosa están más o menos intactas. Es muy difícil construir ciudadanía y promover entes públicos calificados sin una base material adecuada. La pobreza, además de las vulnerabilidades que genera, también facilita el control social. Solo eso explica que una vez que actores ajenos a la historia local comienzan a hurgar salen a la luz todo tipo de circunstancias irregulares e irritantes.
El desarrollo desigual no es una condena que tenemos como nación, es un desafío a superar. Nuestro límite en esta materia es la madeja de posiciones hipócritas que se sostienen sin costo alguno. El federalismo ha sido la bandera con la que se han cubierto prácticas impropias de una democracia de calidad. Con mayor o menor intensidad, oligarquías locales se han especializado en gestionar entornos pobres y declamar discriminación en Buenos Aires, al tiempo que consolidaron sus poderes territoriales poniendo sus votos en el Congreso nacional al servicio de cualquier iniciativa que no ponga en riesgo su dominancia local.
Por supuesto que en contextos de mayor desarrollo económico también hay tragedias y abusos, pero la impunidad es más difícil allí donde los condicionamientos son menores. El debate sobre el desarrollo territorial no es un ejercicio orientado solo a aprovechar mejor nuestros recursos. No seremos un país más justo y con mayores garantías si no ponemos en discusión la naturaleza del poder público en la Argentina.
Una amalgama de prejuicios revisionistas, prácticas clientelares y corrección política superficial es ideal para que a la larga nada cambie. Si no somos capaces de sentir indignación frente a este tipo de sucesos reiterados, y si no estamos dispuestos a ver las circunstancias que los rodean como un problema que excede al amarillismo periodístico, estaremos condenados a escribir siempre el mismo libreto apenas cambiando los detalles.
No se trata de dinamitar, sino de construir un modelo de convivencia más justo, una economía más diversa y competitiva y una cultura política más sincera y responsable. El sendero de la justicia pasa por unir sensibilidad con responsabilidad.