Violencia: el futuro puede ser peor que una serie de Netflix
La delincuencia organizada controla entre 2 y 8% del PIB mundial y tiende a avanzar gracias a las nuevas tecnologías, pero a la gente le preocupa más el delito menor, que convierte su realidad cotidiana en un infierno
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En julio de 2022, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó por unanimidad una resolución que “exigía” el “cese inmediato de la violencia y las actividades criminales” en Haití. Las carcajadas que estallaron en Puerto Príncipe cuando llegó esa información sonaron en el resto del mundo como una burla cruel. Por primera vez en la historia, las cinco potencias nucleares que integran ese organismo en calidad de miembros permanentes –Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia– no hesitaron en ridiculizarse amenazando a los 162 grupos criminales que se reparten el control de ese país de 11,5 millones de habitantes.
“Y si no obedecemos, ¿van a enviarnos los marines o bombardearnos con armas nucleares?”, replicó con sarcasmo Jimmy Chérizier, un expolicía conocido como “Barbecue” (asadito) que maneja el grupo criminal más poderoso de la isla: las Fòs Revolisyonè G9 an fanmi e alye (Fuerzas Revolucionarias del G9 Familias y Aliados, en lengua creole) que reúne a los 12 clanes más poderosos de la capital. Ese grupo de delincuentes y exreclusos, que carecen de la menor formación militar pero son capaces de vaciar el cargador de una kalashnikov en la cabeza de un niño, que pasan la mayor parte del día borrachos y drogados extorsionando a los pobres haitianos, no son una fuerza marcial y disciplinada. Pero sus combatientes son, en todo caso, uno de los grupos criminales más sanguinarios del mundo.
Como esa pandilla feroz, en el mundo existen actualmente otros 2.500 a 3.000 grupos criminales organizados, gangs, clanes de forajidos, células aisladas que operan con extrema violencia, residuos de milicias o movimientos que pasaron de la política a la delincuencia especializada en toda la panoplia de tráficos que van de las drogas al contrabando, pasando por la explotación de seres humanos –en particular prostitución y emigración clandestina–, el fraude por internet y las falsificaciones de medicamentos o documentos de identidad. Esa lista, actualizada mensualmente por Interpol y las ONG especializadas en la lucha contra el crimen organizado, no incluye la élite de hampones internacionales, como los principales grupos de narcotraficantes, las mafias italianas o las “familias” de Estados Unidos, las tríadas chinas, las jakuza japonesas o los infinitos sindicatos del crimen que surgieron en Europa del Este después de la desintegración de la URSS en 1991. Tampoco computa las actividades de “cuello blanco”, expertas en blanqueo de capitales y fraude, comercio de armas, grandes estafas o la optimización fiscal en los paraísos offshore del Caribe.
“El mayor problema que plantea la delincuencia no es de carácter económico, sino político-social: el delito, en todas sus formas, es el mayor factor mundial de desestabilización porque gangrena el tejido social y genera una trama de corrupción –del simple policía al alto funcionario– que actúa con la rapidez y la brutalidad de un virus: en poco tiempo destruye todas la capacidades de defensa del Estado y somete a todo un país”, explica la sueca Monika Olsson, vicepresidenta del Greco (Grupo de Estados Contra la Corrupción). Todos los países sienten que las mafias, la violencia y la corrupción se extienden como una mancha de aceite.
Las dimensiones que tiene ese fenómeno saltan a la vista con solo abrir las páginas de un diario: durante el último cuarto de siglo en América Latina fueron asesinados un presidente en ejercicio y tres candidatos a punto de llegar al poder (Jovenel Moise en Haití, Luis Carlos Galán en Colombia, Luis Donaldo Colosio en México y Fernando Villavicencio en Ecuador) más unos 180 periodistas desde el año 2000. Sobre el total de 44 millones de asesinatos que se perpetran cada año en el mundo, unos 50.000 corresponden a asesinatos de políticos y personas que luchaban contra el crimen organizado o víctimas colaterales inocentes.
En ciertos momentos, bajo la influencia de los carteles que controlaban la producción y el tráfico de drogas, México llegó a ser un verdadero narco-Estado con todos los resortes del poder –gobierno, justicia, policía y fuerzas armadas– sometidos al control de las mafias. El reciente juicio en Nueva York de Genaro García Luna, que fue secretario de Seguridad Pública durante el sexenio de Felipe Calderón, demostró que recibía millones de dólares mensuales para proteger a una “federación” de tres grandes carteles (Sinaloa, Milenio y Juárez) y utilizaba a la policía y las fuerzas armadas para combatir a las organizaciones rivales.
El antecedente de Colombia en la época de oro del narcotraficante Pablo Escobar no era diferente. Durante el famoso Proceso 8000 ante la Corte Suprema en 1995-1996 tres ex presidentes (Ernesto Samper, Andrés Pastrana y César Gaviria) fueron denunciados por haber recibido dinero de los narcotraficantes para sus campañas políticas. Ese proceso salpicó también a ministros, senadores, diputados, altos funcionarios y magistrados. En una palabra, dinamitó el aparato del Estado y desacreditó a la clase política del país.
“Con balas y dólares [los grupos criminales] pulverizan las estructuras institucionales de un país”, explicaba en 1973 el célebre criminólogo Massimo Pavarini, en pleno furor de los “años de plomo”. Era la época en que algunos grupos terroristas se aliaron sin escrúpulos con organizaciones criminales para acosar a las fuerzas del orden y tratar de desintegrar el Estado italiano.
Esa es, al parecer, la estrategia que eligieron Los Lobos, un ejército de 8.000 sicarios acusado de haber asesinado el 9 de agosto al candidato presidencial Villavicencio en Ecuador. Después de aliarse con varias gangs locales, el grupo parece haber creado un eje con filiales de los carteles mexicanos Sinaloa y Jalisco-Nueva Generación, y con el Frente 48, grupo disidente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Esa expansión muestra que, por primera vez, se dibuja un eje político-mafioso que implica a grupos de varios países de América Latina. Ese giro sin precedentes fue confirmado por el ex presidente Rafael Correa. Desde Bélgica, donde está exiliado desde 2017, aseguró que la policía ecuatoriana está “bajo control de las mafias”, un “escenario mexicano” que indujo al embajador de Estados Unidos a ir más lejos y denunciar la “presencia de narco-generales en el ejército”.
El volumen que alcanzaron las organizaciones criminales en los últimos años explica esa ambición descontrolada y la lucha por el control de las actividades mafiosas: en 2015, la industria mundial del delito organizado equivalía a 1,5% del PIB mundial, según un trabajo de la Unodc, aunque un informe publicado por el Foro Económico de Davos en la misma época llegó a estimar que ese flagelo, en realidad, representaba entre 8 y 15% de la actividad económica del planeta.
Ese panorama deprimente, agravado por la progresiva aparición de nuevas tecnologías, presagia un rápido crecimiento de todas las formas de delincuencia y, paralelamente, un salto cualitativo y cuantitativo de la violencia. Por un lado, un informe publicado en 2021 por la Unión Europea (UE) pronostica una sofisticación del delito. Por otra parte, un estudio de Interpol sobre las tendencias de la “cuarta generación” de la delincuencia internacional, en un período que se extiende hasta 2050, prevé nuevas áreas operativas a medida que se desarrollen la nanotecnología, la robótica, las monedas virtuales, la big data y el reciclado de materiales tecnológicos: los discos duros de celulares, computadoras y asistentes vocales como Alexa, Siri o Apple HomePad, por ejemplo, encierran secretos de enorme valor que los hackers pueden explotar sin dificultades. Pero lo que más inquieta a las autoridades es el delito menor, que afecta la seguridad de la población y convierte su realidad cotidiana en un infierno. La mayoría de la gente se rehúsa a aceptar que su vida sea peor que las series policiales que difunde Netflix.
Especialista en inteligencia económica y periodista