Vietnam, la guerra que todavía duele
Un libro de reciente aparición y una serie documental permiten revisar los ecos actuales de un conflicto que marcó los años 60
Seguramente muchos lectores tengan presente la escena de la película Forrest Gump, en la cual Forrest, condecorado en Vietnam, se encuentra con su amiga Jenny en Washington. Ese día, el 15 de noviembre de 1969, hace medio siglo, quinientas mil personas marcharon contra la guerra. Y allí están ellos, pareja singular abrazada entre una multitud heterogénea de estudiantes, veteranos antiguerra, pacifistas, afroamericanos, hippies, opositores a un conflicto ya demasiado largo, impopular e injusto, que sin embargo iba a durar casi seis años más.
La escena idílica del azaroso reencuentro, cuando el personaje de Tom Hanks pronuncia el nombre de Jenny antes de hablar ante la multitud, tal vez deje en segundo plano lo que sucede después: Forrest Gump empieza su discurso y un provocador del gobierno desenchufa los cables del equipo de sonido. Sus palabras se pierden hasta que, reconectado el sistema, solo se escucha el cierre: "Y esto es todo lo que tengo que decir acerca de esto".
Según contó Hanks en una entrevista, lo que Forrest había dicho era: "A veces un soldado vuelve con su mamá con una pierna menos. A veces, ni siquiera vuelve. Eso no está bien". No es muy profundo, no es muy elaborado, pero es contundente, tanto como ver que la multitud viva y aplaude al orador sin haberlo escuchado. La guerra deja secuelas físicas y psicológicas, y produce cambios sociales, pero lo que digamos sobre ellas nos pinta más a nosotros que a sus protagonistas.
Como en el mudo discurso de Gump, las guerras que se pierden o son impopulares (una cosa no necesariamente implica la otra) dejan en la sociedad este tipo de espacios en blanco abiertos por décadas, como si se tratara de bombas con retardo que, ante determinados estímulos, estallan. Por ejemplo, ante el surgimiento de nuevos testimonios en forma impresa o audiovisual, o cuando nuevos vehículos culturales alcanzan la pantalla o la forma impresa. Este año, Max Hastings, un reconocido corresponsal de guerra e historiador (cubrió también la guerra de Malvinas) publicó un trabajo voluminoso llamado La guerra de Vietnam. Una tragedia épica, 1945-1975 (Crítica). ¿Cómo es esto de que puede haber elementos épicos en una tragedia? ¿Qué hay de trágico en un relato en clave de epopeya? En esa aparente contradicción radican las dificultades que las sociedades tienen para lidiar con hechos como la guerra de Vietnam, un conflicto que, como bien se ocupa de recordarnos el autor, "se trató antes que nada de una tragedia asiática a la que se sobrepuso una pesadilla estadounidense: por cada estadounidense muerto fallecieron cerca de cuarenta vietnamitas".
El libro hace un recorrido prolijo por la historia del conflicto de Vietnam desde la guerra por la liberación contra los franceses hasta la humillante huida de Saigón por parte de los estadounidenses y la posterior victoria norvietnamita. Y es explícitamente el inspirador del monumental documental de Ken Burns y Lynn Novick, las dieciocho horas divididas en diez capítulos de The Vietnam War (2017, disponible en Netflix). Si un mérito tienen el libro y el documental, es el de abrir la puerta a la comprensión de los innumerables matices que tuvo la experiencia de Vietnam para millones de personas en Asia, y sobre todo en América del Norte. Los claroscuros y pliegues de un hito ocurrido en unos años convulsos, marcados, como en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, por la sensación de que eran el mejor y el peor de los tiempos.
Tanto el libro como el documental ofrecen una mirada de conjunto necesaria para comprender los complejos procesos bélicos y políticos de la guerra de Vietnam. Pero su aporte fundamental es el de anudarlos a historias de vida a través de las cuales podemos ver el impacto de los hechos colectivos en las personas; el modo irreversible en el que la historia se transforma en lo que hacemos, y viceversa. Por eso es que ambos trabajos llevan a la reflexión y a la comprensión solo si estamos dispuestos a emocionarnos y a comprender.
Se dirá que ambas cosas son sencillas, pero no. La primera, podríamos decirlo, surge naturalmente ante la calidad argumentativa y estética; pero la segundo, la comprensión, requiere salirse de la zona de confort desde la que pensamos las cosas. Ni siquiera ponerse en el lugar del otro; apenas cambiar ligeramente la perspectiva. Y eso es muy difícil.
La complejidad y la ambigüedad de la guerra de Vietnam son, seguramente, formidables espejos para que la sociedad estadounidense se mire en sus contradicciones, que estallaron en situaciones concretas durante todo su involucramiento en Vietnam y en los procesos de memoria que siguieron al final de la guerra. Pero es probable, en lo local, que aún no hayamos sabido aprovechar las posibilidades de reflexión que esa enorme herida en la memoria colectiva estadounidense permitiría aplicar a, nuestra propia guerra, la de Malvinas. Algo curioso, porque desde que el conflicto del Atlántico Sur terminó, las alusiones y comparaciones entre una y otra fueron frecuentes, sobre todo en el sentido común. En la jerga de los excombatientes, se calificaba de "Rambo", por ejemplo, a aquellos que hacían énfasis en el ropaje militar y las acciones bélicas (la película de Stallone se estrenó en la Argentina en la segunda mitad de 1982).
Si volvemos a Vietnam, y a la escena con la que abre esta columna, pensemos en aquellas palabras de Forrest que la multitud no llegó a escuchar, pero igualmente aplaudió. Son una imagen genial del modo superficial con el que muchas veces nos hemos acercado a las memorias y a las vidas de quienes combatieron y sus familias. Uno de los entrevistados en el documental de Burns y Novick es el escritor Tim O’Brien, veterano de la guerra de Vietnam. Lee allí fragmentos de uno de sus cuentos, "Las cosas que llevaban". Es una narración simple y contundente en la que describe la vida de un infante estadounidense en Vietnam mediante el recurso de contarnos qué cargaba en sus mochilas y sus bolsillos, y describirnos sus equipos: cartas, armas, drogas, remedios, ropa. Así nos cuenta cuánto pesó la guerra en quienes la vivieron: "Llevaban todo el equipaje emocional de hombres que podían morir. Pena, terror, amor, añoranza: eran cosas intangibles, pero las intangibles tenían su propia masa y gravedad específica, tenían peso tangible".
Decenas de miles de estadounidenses combatieron en Vietnam, otros tantos apoyaron la guerra, así como decenas de miles se opusieron a ella de distintas formas. De esto sabemos bastante menos, pues el cine bélico sobre esa guerra se ha ocupado de criticarla sobre todo desde las experiencias de los combatientes, y no de los distintos movimientos civiles que se opusieron a ella.
Noviembre de 1969 fue uno de los picos en la oposición a la guerra: un año antes había sido la Ofensiva del Tet, desastrosa en vidas para Vietnam del Norte, pero también capaz de mostrar la inutilidad del esfuerzo material y humano estadounidense frente a la decisión de los norvietnamitas. "Y ustedes los estadounidenses, ¿cuánto tiempo quieren luchar, señor Salisbury? ¿Un año? ¿Veinte años? Les complaceremos con gusto", le había dicho en 1966 el primer ministro de la República Democrática de Vietnam, Pham Van Dong, al corresponsal de The New York Times. A comienzos de 1969, el público estadounidense se enteró de la masacre de My Lai. La guerra parecía sin salida y, como evoca un exmarine en el documental de Burns y Novick, ellos "ya no eran los buenos".
Las condecoraciones militares son distinciones que tienen que ver con la valentía, el coraje, el haber sido herido en combate o, simplemente, haber participado en una campaña. Son objetos que materializan el culto laico al sacrificio por la patria y el reconocimiento de la patria a sus soldados-ciudadanos. En una acción que muestra la profunda crisis que significó la guerra de Vietnam para los estadounidenses, en abril de 1971 centenares de veteranos arrojaron sus condecoraciones al edificio del Congreso, que estaba vallado. Algo se había roto en el vínculo sagrado entre la nación y sus ciudadanos, como en el discurso trunco de Forrest Gump.