Viejos y nuevos fantasmas detrás del setentismo y de sus letanías actuales
El polvorín rosarino y los recientes episodios en Jujuy y Chaco son un llamado de atención pues, como lo evoca la experiencia de los 70, cuando la violencia se espiraliza es muy difícil detener su saga de consecuencias irrevocables
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La sombra fantasmática de los 70 sigue asolando a la cultura política argentina ¿Por qué no se registra un fenómeno semejante en la región? Las razones remiten a un trauma colectivo profundo en cuyo transcurso la sociedad argentina perdió su brújula y sufrió una torsión que la fracturaría. Un proceso que, sin solución de continuidad, se prologa hasta nuestros días. Analicemos algunas de sus coordenadas.
A lo largo de nuestra forja nacional desde fines del siglo XIX, la Argentina ostentaba como emblema el espesor de sus clases medias producto de la debilidad demográfica, el pleno empleo, los salarios elevados y las posibilidades de acceso a la vivienda propia. El broche de oro lo confería el Estado mediante una educación primaria de calidad, obligatoria y gratuita.
Las expectativas de ascenso se detuvieron un poco durante los años 30, para volver reforzadas durante la segunda posguerra en virtud del aumento tan sideral como transitorio de los precios de nuestras deprimidas exportaciones agropecuarias. En solo un lustro, el peronismo supuso, más allá de sus contenidos políticos y económicos, la formalización casi universal de una exigente ciudadanía social precursora de los Estados de bienestar europeos. La calificación, verificable en los datos censales de 1960, corroboró la continuidad de este proceso.
Durante los años siguientes confluyó con el ingreso en la fase compleja de la industrialización que heterogeneizó a todos los estamentos sociales, pero sin comprometer sus aspiraciones igualitarias. Así lo prueba la evolución del sistema educativo hacia una enseñanza secundaria de masas catapultando a miles a la universidad. Se calcula que hacia principios de los 70 no menos de la cuarta parte de los jóvenes argentinos cursaba estudios terciarios. La modernización cultural consiguiente, por último, hizo crujir la matriz conservadora y tradicionalista afianzada por la Iglesia y reforzada por el justicialismo histórico.
Tres indicadores dieron cuenta del cambio. En los grandes conurbanos, las antenas televisivas brotaron hasta en los techos de las “villas miseria”. Luego, la progresiva difusión de modelos automotrices populares con su mercado secundario de los usados ofreció oportunidades de ascenso a un nutrido elenco de mecánicos, agencieros y gestores. Pero el desbloqueo cultural trajo aparejado otro fenómeno extendido por todo Occidente: la aparición de una nueva “juventud” no solo como categoría etaria, sino como estamento contestatario de las generaciones anteriores que hasta entonces habían constituido el modelo de niños y adolescentes.
Circunscripto, en principio, a las clases medias altas y altas, los jóvenes rebeldes cuestionaban a la familia tradicional y las relaciones entre géneros incubando un espíritu de rebelión contra las estructuras establecidas, atizados por el revisionismo ideológico, el psicoanálisis y las nuevas vanguardias artísticas. Sus íconos emblemáticos fueron los blue jeans, el rock, el hippismo y la píldora anticonceptiva. Pero el efecto demostrativo procedente de los campus universitarios norteamericanos en contra de la Guerra de Vietnam y el Mayo Francés de 1968 habría de conjugarse explosivamente en la Argentina con dos procesos locales de data más antigua: la endémica crisis de legitimidad –y crecientemente de representación– de sus elites políticas, la conflictividad social intensificada por el crecimiento “desarrollista” y una puja distributiva cíclica e inflacionaria.
El intento de resolución en 1966 mediante una dictadura burocrática de inspiración tan modernizante en el plano económico como medieval en el cultural precipitó el cortocircuito: la trasmutación política del conflicto generacional, tramada clandestinamente en los centros estudiantiles, se articuló con la pugna en el interior del mundo industrial. En un contexto regional de calentamiento de la Guerra Fría atizado desde Cuba se sentaron las bases del insurreccionalismo que detonó en Córdoba en 1969 y del que emergió una guerrilla urbana que, durante todo el decenio anterior, había fracasado en arraigar. Y la violencia política, hasta entonces condensada en las elites, contagió repotenciada a una porción significativa de los jóvenes rebeldes.
El desmantelamiento del régimen burocrático autoritario a principios de los 70 y el retorno de Perón dieron comienzo a la tragedia. El choque inevitable, reinstalado este en el poder, entre sus “formaciones especiales”, ávidas de su herencia en nombre de la “patria socialista”, y su ideología “real” –así y todo negado mediante la alucinante “teoría del cerco”– fue el punto de partida de una colisión más vasta que se aceleró tras su muerte al compás de una reacción política y cultural sedienta de retaliación.
Los extremos opuestos coincidían en un punto: la necesidad de voltear, como en 1962 y 1966, a la endeble democracia constitucional restaurada en 1973. Unos, para surtirle desde el Estado a la sociedad en su conjunto un escarmiento moral de lo que concebían como una inadmisible deserción colectiva en favor de utopías exóticas “ajenas a nuestro estilo de vista occidental y cristiano”. Y los otros, por considerar que el golpe diluiría el “velo burgués” revelándole al “pueblo” la cara oculta del “enemigo” que reconocería su liderazgo emancipador.
Otro proceso menos visible se tramaba en el subsuelo de este desatino: la bancarrota fiscal de un Estado inhibido de seguir subsidiando tanto a industrias protegidas como al exigente piso de la ciudadanía social configurada treinta años antes incluyendo a sus históricos servicios educativos y de salud pública. El tupido endeudamiento público, favorecido por la valorización financiera internacional de capitales, fue lo más parecido a un salvavidas de plomo y el canto del cisne de la excepcionalidad argentina. Comenzó una desintegración de la que emergió una pobreza estructural de contornos desconocidos.
Los primeros gobiernos democráticos procuraron desactivar las letanías de la violencia setentista. Pero tras la crisis de 2001, el kirchnerismo repuso en valor algunos de sus significantes emblemáticos. A la calificación de sus contrincantes como “enemigos” le añadió el tono prepotente y beligerante de su discurso político y de la nueva modalidad de “aprietes”, aunque más próximos a los códigos mafiosos. Ya no es la Guerra Fría su caldo de cultivo, sino el lugar geopolítico de país en narcotráfico. Tampoco la rebelión de un sector ideologizado de nuestras clases medias, sino un segmento opulento de reales o inventados hijos de la “generación diezmada”. Insisten en su reivindicación simbólica, aunque sublimándola en los íconos estéticos de la marginalidad, a la que administran con particular destreza habilitando el delito como uno de los dispositivos de su supervivencia.
El polvorín rosarino y los recientes episodios en Jujuy y el Chaco constituyen un severo llamado de atención pues, como lo evoca la experiencia de los 70, cuando la violencia se espiraliza resulta muy difícil detener su saga de consecuencias irrevocables.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos