Vidas reales, personajes de novela
Ficción familiar y escrupulosa biografía, en dos libros que rescatan historias entrañables
La historia es esta: los Vespolini, oriundos del sur de Italia, recalaron en Mar del Plata. Allí se dedicaron a la hotelería y la gastronomía, con un detalle singular: se precian de haber inventado los sorrentinos. Así, con el nombre de esa pasta rotunda -que también refiere a Sorrento, cuna de la familia- tituló Virginia Higa su primera novela, centrada en su propia herencia itálica (por parte de madre; por vía paterna desciende de japoneses) y en torno a un sol que ordena todo ese sistema de recetas secretas, amores, celos, alianzas y traiciones entre primos, hermanos y cuñados: la figura carismática del Chiche Vespolini, alma y corazón de la Trattoria Napolitana, cuya parábola de vida le permite a Higa organizar su relato, pintura, también, de una ciudad y una sociedad que se fueron transformando con los años.
De Virginia Higa -gran aficionada al cine- se podría decir que es la Buster Keaton de la narración: gestos mínimos, máscara imperturbable (en su caso escritura despojada y sobria) para componer la escena más disparatada. Y acierta al evitar todo exceso estilístico porque ya la materia que trata es excesiva en sí misma: abundan la comida, las pasiones, la risa y el llanto, el drama, las situaciones involuntariamente hilarantes.
Difícil para un descendiente de italianos -provenga del norte, del centro o del sur- no encontrarse como en casa en estas páginas. Al comienzo, un fragmento consagrado a lo que en verdad se juega en el simple acto de comer pastas, da el tono de la novela. "Era fundamental que el sorrentino se cortara solo con el tenedor; al que le clavara un cuchillo se lo calificaba inmediatamente de forastero. Si lo hacía alguien de la familia se lo corregía en el acto. [...] Tampoco estaba bien visto pinchar los sorrentinos con los dientes del tenedor: había que cortarlos con el borde y acompañar el pedacito suavemente como con una pala muy delgada. Si el que incurría en la falta era un extraño, el Chiche lo miraba como diciendo: 'no tiene arreglo'. Si un miembro de la familia presentaba a un nuevo novio o novia en el restaurante, antes de que el recién llegado se sentara a la mesa -y en lo posible antes de que entrara en el local- había que instruirlo en la etiqueta del sorrentino. La familia consideraba que los buenos modales en la mesa eran la manifestación externa de un alma noble. Los modales elegantes eran también los más simples: el cuchillo, al comer las pastas, resultaba innecesario. También les disgustaba que la gente acompañara los fideos con una cuchara, porque eso quería decir que no tenían la destreza de hilar una madeja de spaghetti que pudiera entrar en la boca con gracia y precisión".
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Invitados al paraíso de María Esther de Miguel (Maizal) es el homenaje de Daniela Churruarín a la escritora entrerriana. Su infancia en Larroque (hija de padre español y madre de origen ucraniano) signó su destino: mamá Perlina le pedía a la pequeña María Esther que les contara cuentos a sus hermanos cada noche antes de dormir. Vendrán luego las mudanzas para que la chica, que "pintaba para brillante", pudiera seguir estudiando, el florecimiento de su vocación literaria, las primeras colaboraciones periodísticas, sus propios libros, el amor, el reconocimiento de sus pares y de los lectores.
Memorable muestra del humor y el espíritu aguerrido de María Esther rescata Churruarín en esta biografía cuando recuerda cómo se presentó ante la directora del suplemento literario del diario La Nación, Margarita Abella Caprile: "Soy petisa, soy fea, soy provinciana, soy monja, quisiera ser escritora. Por favor ayúdeme". Las puertas se abrieron y ya no volverían a cerrarse.