Vida y fantasía, un testimonio inédito
El texto de una figura memorable de la Redacción de LA NACION en el que imaginó su propia muerte
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Nombres excepcionales de la literatura universal, como los de Edgar Allan Poe, Kafka, Jorge Luis Borges, están asociados al género que urde sus tramas en la fantasía. Al margen de la malevolencia contradictora de algunos lectores, y de no pocos políticos, el periodismo, el periodismo de verdad, pertenece en cambio, esencialmente, al mundo de los hechos comprobables; su razón de ser está en la reconstrucción de la realidad - materia prima del oficio-, de la forma más objetiva posible. Pero no siempre es necesariamente así, como se verá.
Hoy, hace exactamente un año, moría en Buenos Aires Luis Grossman. Tenía 90 años. Había sido profesor titular de Diseño de la Facultad de Arquitectura de la UBA y responsable, por muchos años, del suplemento que LA NACION publicaba con las novedades de la disciplina en que había descollado. Los viejos lectores lo recordarán por el interés que suscitaban las notas que publicó largo tiempo con su firma. Venían bajo el acápite de Arquitextos. Los colegas también recordarán su contribución activa a la Sociedad Central de Arquitectos.
LA NACION lo despidió con honores apropiados a quienes dejan huellas imborrables en lo mejor del oficio periodístico. Claro que nunca hubiéramos imaginado que la nota necrológica del diario había sido precedida, por así decirlo, por un texto de trama sobrenatural escrito por el propio Grossman y que ha permanecido inédito hasta hoy entre los papeles conservados por Gabriela, su hija, y perdido, entre los míos, desde hace varios meses. Fue una manera espectral de despedirse del mundo que habitamos y, seguro, con la rara virtud del agradecimiento por lo vivido.
Afectado por un mal incurable, Grossman presintió la muerte meses antes de que llegara a convertirse en el hecho doloroso que se produjo el 10 de febrero de 2023. Y antes de irse, soñó. Soñó que en la transfiguración de la muerte de un hombre en paz consigo mismo y los demás había un intersticio de tiempo y espacio para volver a escuchar voces amigas, reconocer escenarios que habían sido parte de su cotidianeidad en la ciudad de la que había sido, como protagonista y testigo, un porteño por antonomasia.
Registró de tal modo cómo seguía latiendo el pulso ciudadano en los bares que frecuentaba a diario, el Saint Mortiz, de Esmeralda y Paraguay, o el Ditali, de Maipú y Paraguay, por donde a fines del siglo XIX todavía corría a flor de calle un arroyito que dejaba huellas de andurrial antes de dirigirse al bajo y dejar atrás la esquina que sería del Florida Garden.
Grossman alude al pasar a esos lugares, sin nombrarlos, vaya a saberse por qué pudor de periodista a la antigua. Tampoco menciona a los integrantes de la barra bullanguera de cofrades, en su mayoría arquitectos, que habitualmente lo acompañaba. Tal vez habrá procurado evitar el traspié de olvidar algún nombre fraterno en el grave momento de redactar él, hombre con los pies tan sobre la tierra, un texto espectral, que más bien se correspondía con el de las campanas que comenzaban a repicar en su bienvenida al otro mundo.
Fueron muchos los años que Luis Grossman se reunió en aquellos dos bares alrededor de un eterno café para hablar de esas cosas de la vida -el tango, la política, las vivencias todavía frescas del pasado que se evocaban en armónica disonancia al apilar recuerdos sin resuello- con un grupo de contertulios, en su mayoría arquitectos. Entre ellos, Ricardo Gersbach, “El Mono”, Carlos de la Borbolla, Amílcar Machado, Román Peñalba, Alberto Chalkho, o periodistas, como Norberto Firpo, Horacio de Dios y, de tanto en tanto, quien esto escribe. Ah, y también, ocasionalmente, un gran rioplatense, Horacio Ferrer.
Leamos ahora, en un género que desconocíamos en el maestro de las líneas serviciales, concretas y arquitectónicas del diseño -Antonio, en la nota póstuma que sigue-, a quien tiene un lugar merecido en el panteón de las figuras memorables de la Redacción de este diario.
* * * *
El gran misterio.
Por Luis J. Grossman
El diariero de la esquina es Carmelo. Bajo y morocho, de pelo lacio y mirada brillante; boquense, lúcido. Siempre está rodeado por dos o más contertulios que comparten charlas en las que el fútbol es asunto absorbente. Con expresión más seria de la habitual, pregunta a los dos interlocutores del momento: “¿Se acuerdan de ese cliente mío con sombrero, uno de Independiente, que creo que era arquitecto?”
Uno de ellos, enfundado en larga bufanda verde para mitigar el frío de la mañana invernal, le dice que sí, que vio al presunto arquitecto conversando de fútbol o de las torres que están levantando velozmente en la esquina opuesta.
Ante el silencio que recibía como respuesta de los otros, Carmelo remata: “Se murió. Me lo dijo hoy el portero cuando bajé después de dejarle el diario”. Uno de los interpelados, después de hacer el vago gesto de pobre tipo, preguntó cuántos años tenía el susodicho y, sin esperar la respuesta, volvió a la conversación que precedió a la noticia, y preguntó “¿Che, a qué hora juegan hoy con Arsenal?”. La charla retomó así el tono animado que había decaído durante algunos instantes.
Antonio, que fue espectador del diálogo, aunque ninguno de los involucrados advirtiera su presencia, empezó a comprender, muy a su pesar, que lo suyo era harto delicado: él era el cliente de Carmelo mencionado en el monólogo noticioso del diariero. Sin embargo, no sintió ningún malestar especial ni síntomas de autocompasión: tenía una sensación relajada y serena; disfrutaba de la diafanidad de esa mañana fría.
Cruzó la calle sin preocuparse por los autos que pasaban o por las baldosas desparejas de la vereda arreglada hacía pocas semanas. Miró, sonriendo con benevolencia, a los que pasaban con auriculares y con pequeños teléfonos pegados al oído. Él, que ahora tenía una percepción cristalina en todos sus sentidos, deploraba en el fondo la abstracción de tantos viandantes. Se dirigió al bar del cruce con Maipú, y allí observó una vez más al parroquiano alto, flaco y rengo (un abogado retirado oriundo de Chivilcoy) en su ritual cotidiano de leer los diarios mientras tomaba un café. El viejo abogado hacía negocio, pensó, porque dos diarios sumaban más que un café, y de paso, podía charlar con los camareros y otros clientes.
No se sorprendió Antonio cuando comprobó que no era visto, porque ya lo había experimentado ese fenómeno en el episodio del diariero y sus amigos. Estaba paladeando un momento que era parte del Gran Misterio. Lo curioso era que percibía con nitidez la fragancia del café preparado a la italiana (que lo fascinaba tanto hasta hacía pocos días), pero no podía pedirlo ni probarlo y, más raro aún, no tenía la tentación de beberlo. Escuchaba los diálogos y los comentarios, pero nadie reparaba en su figura. Le llamó la atención que no lo frustraba la imposibilidad de opinar.
Habían pasado algunos minutos -no podía calcular cuántos, porque el tiempo tenía para él otra dimensión- y entró en el bar el mismo Carmelo para tomar el café que disfrutaba a media mañana. Cuando vino a atenderlo Walter, repitió la pregunta: “¿Era cliente tuyo el tipo alto de barbita y anteojos, uno que siempre usaba sombrero?”
Walter, por supuesto, asintió, sorprendido por el uso del tiempo pasado: “Sí, ¿por qué?”. “Se murió”, dijo Carmelo, saboreando la primicia que alertaba también al abogado retirado, que paró la oreja y miró a Walter con un gesto que congeló largamente en la cara lo que significaba tan inesperada noticia.
La charla duró allí más que en el quiosco de Carmelo, por la preocupación manifiesta de Walter y del abogado flaco, alto y rengo. Éste lo recordaba bien a Antonio por las ideas compartidas y que, en el agudo sonido en falsete de su fraseo, revelaban no ser precisamente populistas. Walter, por su parte, valoraba en Antonio la condición de cliente generoso con las propinas. “Siempre traía sus diarios -en las palabras del camarero- y sólo miraba, de los periódicos que prestaba el bar, el Clarín, limitándose a los títulos de tapa, las caricaturas de contratapa y alguna nota del interior. Pero leer, leía solamente los diarios que sacaba de una bolsa”.
Como empezaban a llegar los clientes del almuerzo tempranero, los que serían una multitud dentro de una hora, Antonio sale a observar el bello panorama de la calle y camina por Maipú hacia la casa donde vivió Borges. Se siente como Funes y no es raro: lo que experimenta resulta ser prodigioso y simétrico. Antes de llegar, cuando estaba todavía en la placenta cálida y confortable, había asimilado durante semanas armonías musicales, imágenes y palabras. Ahora, después de partir, tiene acceso a una larga fila donde están a la vez, y con la misma claridad registrados, Parménides y Vicente de la Mata, Perla y Julio, don Simón y Beatriz; ve con nitidez y escucha la oratoria de Alfredo Palacios y la obra de Joan Miró y de Paul Klee; evoca aquel café de Devoto y el momento en el que entró con su primogénita en brazos para mostrársela a un amigo con otro canillita como testigo, el Rulo, cuyo ayudante, Daniel Fernández, se entrenaba por la tarde en las inferiores de Vélez Sarsfield; y no omite, en su desfile de recuerdos, el Ulises, de Joyce, y las Ficciones, de Jorge Luis, porque disfruta de eso que para la multitud que ve es todavía una incógnita insondable.
A mitad de cuadra, frente a la casona señorial con rejas y plantas, algunos pájaros picotean algo en el piso. Cuando se aproxima, uno de ellos sale volando, mientras el otro lo mira a los ojos. ¡Quiere decir que lo está viendo!
Antonio observa y sonríe. Ya conoce el Gran Misterio, ya sabe que la muerte no es la última palabra.