Verdad y política, una relación compleja
La verdad y la política nunca se llevaron bien. Si nos remontamos a la Antigüedad, la distinción entre verdad y opinión llevaba a asociar esta última con la política y la primera con la filosofía. Platón revolucionó el ethos político griego al afirmar que a algunos hombres selectos, capaces de percibir la verdad acerca de lo justo y lo bueno, les competía derivar de ella los principios para organizar "el tejido" de la comunidad humana y ordenar "las costumbres públicas y las privadas".
Más allá de las intenciones de Platón, hoy creemos que la pretensión de monopolizar la verdad y eventualmente imponerla no es ni democrática ni civilizada. Por eso recelamos de las visiones totalizadoras y huimos de los relatos taxativos como de la peste. Además, nos sentimos tentados de aceptar que la mentira, o la ocultación estratégica de la verdad, tiene mucho que ver con la política. En efecto, si ser veraz es exponer a la luz del público las convicciones que abrigamos en la oscuridad de la mente o del corazón, la verdad nos parece entonces más perjudicial que benigna con relación a la política.
Ya Maquiavelo, que decía amar su Florencia natal más que la salvación de su propia alma, había consignado en términos teóricos esta convicción tan vieja como la historia: que la veracidad no se encuentra entre las virtudes políticas, lo cual no significa que el buen político, aunque deba pagar el precio de las acciones éticamente dudosas, tenga que ser un experto en el arte de mentir.
De manera que, aunque suene políticamente incorrecto, la mentira circunstancial o la omisión estratégica de la verdad son elementos constitutivos de la política. De lo contrario, la diplomacia no existiría. Sin embargo, ambas formas de engaño parecen siempre recortarse sobre un fondo de verdad que las contiene, pero que actualmente, a diferencia de lo que ocurría con los tradicionales secretos de Estado, se encuentra a la vista de todos. Para ponerlo en palabras de Hannah Arendt, incluso la "proliferación y el perfeccionamiento del engaño" están limitados por una realidad objetiva que no podemos reemplazar como nos dé la gana, aunque ésta puede ser distorsionada por los poderes establecidos con propósitos de dominación. De ahí la hostilidad con que la verdad es recibida por el común de los gobernantes, sobre todo en tiempos de grandes mentiras políticas, esas que exigen "una completa acomodación nueva de toda la estructura de los hechos".
La cosa no nos resulta extraña y algunos ejemplos locales sirven para ilustrarla. Cuando tuvimos que soportar las mediciones falsas del Indec sobre el índice inflacionario, cuando escuchamos decir que en la Argentina no existía el cepo cambiario, o que había menos pobres que en Alemania, o que Néstor Kirchner tenía la estatura política de San Martín, estas mentiras nos provocaban risa e indignación al mismo tiempo. El problema fue que, institucionalizadas como proyecto político, tendieron deliberadamente a amedrentar, adoctrinar o liquidar sin más el sentido común de muchos ciudadanos en una época caracterizada, para peor, por una práctica delictiva de la política.
De todos modos, el uso y el abuso político de la mentira, que consisten en fabricar una realidad paralela, parecen ser una invención del siglo XX que no discrimina nacionalidades ni confesiones. Recordemos "la guerra del golfo no ha tenido lugar", del sociólogo francés Jean Baudrillard; "el holocausto no existió", del obispo Williamson y también de Ahmadinejad; "en Irak se producen armas de destrucción masiva", de George Bush, o "en Venezuela mandamos los venezolanos", de Maduro, entre otros casos proverbiales de "mentira organizada", como los llamaría Arendt.
En términos clásicos, así como al filósofo le compete la verdad y al político la opinión, las virtudes respectivas también difieren. La sabiduría del filósofo no es la prudencia del estadista. Esta última está asociada a un saber obrar y un sentido de la oportunidad que tienen más que ver con el olfato o el tacto que con la aquietada visión de una verdad inconmovible. La virtù en Maquiavelo capitaliza al máximo la circunstancia, decide aquí y ahora, pero con la mira puesta en los beneficios futuros para el Estado. Por un lado, la acción inmediata, siempre riesgosa; por el otro, el objetivo lejano que se proyecta sobre un porvenir imprevisible. Es decir que esta sabiduría política ("arte de las elecciones sin retorno y los largos designios", según la expresión de Raymond Aron) no se confunde con la intransigencia de las certidumbres últimas o las recetas mágicas para fraguar el Estado ideal, el hombre nuevo o la sociedad feliz, tal como puede verse en las narraciones de Aldous Huxley, George Orwell o Ray Bradbury, que tan bien retrataron la posibilidad de la mentira total.
La realidad es demasiado rica como para comprimirla en uno solo de sus aspectos, con el agravante de que semejante pretensión necesariamente requiere la aparición de un líder, un movimiento o una "secretaría del pensamiento" que se arroguen la exclusiva potestad de interpretarla. En política nos movemos entre seres de carne y hueso, no entre objetos que se pueden fabricar o destruir a voluntad.
En suma, verdad y política se llevan mal si por verdad entendemos una visión unificadora y monolítica de la realidad, que suele instaurarse por las malas y en perjuicio de la variedad de pareceres, miradas y discursos que la humanidad nos ofrece. Esta diversidad es precisamente la que debería alimentar la buena política, la que promueve el debate, los acuerdos, la buena argumentación y -cuando amerita- las concesiones recíprocas.
Pretender obliterar las opiniones mediante la imposición de una única verdad o de un solo relato es políticamente tan pernicioso como debilitar aquellas instituciones, y aquellos principios y garantías constitucionales que, por encima de gobernantes y gobernados, ofrecen el marco de contención y los límites precisos para la expresión de las ideas, la gestión de las discrepancias y el alcance de las acciones.
Profesores universitarios de Teoría Política