Venezuela y la diáspora que no encuentra su fin
Luis Ángel tiene 22 años y acaba de renunciar a la Guardia Nacional Bolivariana. Tiene el pelo rapado con un poquito más de volumen en la franja central de la cabeza. Viste camiseta blanca de manga larga, lleva una mochila a los hombros y una valija con rueditas. En el brazo se le ve una quemadura que se curó él mismo de manera casera. Le quedó una cicatriz que no parece que se vaya a ir nunca.
Entró a Colombia de manera ilegal por medio de las trochas, los pasos ilegales a la vera del puente que une Venezuela con Colombia. Es que la frontera está cerrada por los eventos del 23F y por estos días –febrero 2019– no hay otra que pagarle a un trochero para salir del país.
Conozco a Luis Ángel mientras recorro la ruta de los caminantes para contar historias. Una vez que llegó a territorio colombiano, comenzó a caminar sin parar. Su objetivo es Ecuador. Tiene por delante 1690 kilómetros, siguiendo el trazo de la ruta. Camino con él, lo entrevisto, me cuenta algunas cosas malas de su vida como militar y también algunas cosas buenas del pasado en Venezuela. Cuando llega la hora de despedirnos, me pide si puedo acercarlo con mi taxi hasta el primer peaje para ahorrarle unos 20 o 30 kilómetros en subida. Le digo que sí.
Gente haciendo dedo. Eso es lo que veo. O más bien, "gente pidiendo colas", que es como le dicen en Venezuela. Ya van tres horas desde que dejamos a Luis Ángel y estamos dando vueltas con Alfonso por la ruta 55 de Colombia, que une Cúcuta con Bogotá, y por donde caminaron –y caminan– la mayor parte de los venezolanos que dejaron el país. Para mi fortuna, ya desde hace una hora Alfonso apagó el reloj y decidió no cobrarme el tiempo extra. Alfonso es taxista y yo soy periodista, pero ya ninguno de los dos está haciendo lo que tiene que hacer.
Llegué a la famosa ruta de los caminantes después de varios días en la frontera. Se supone que estoy acá para buscar historias y contarlas en un libro. Se supone que todo lo que haga será material periodístico. Que tengo que estar acá pero con distancia, con la cabeza puesta en el resultado. Hasta hace pocas horas estaba en sintonía con esa idea, pero cuando Luis Ángel me pidió alcanzarlo hasta el peaje todo cambió. Cuando volvíamos de dejarlo, vimos a una familia con dos chicos caminando cuesta arriba. Nos miramos con Alfonso, dimos la vuelta y los llevamos. Cuando volvíamos, dos chicos de veintipocos. Lo mismo. Así durante tres horas. No es un acto de amor desmesurado ni un rapto de generosidad, es el resultado de un sistema lógico demasiado evidente: si uno está en auto y sin apuro y sin hambre, y otro está en el perfecto opuesto, la matemática marca un camino. Primera lección de Venezuela: somos, Alfonso y yo, dos matemáticos.
El periodismo es un oficio contradictorio porque para hacerlo bien hay que comprometerse, y para comprometerse en ocasiones hay que dejar de hacerlo. ¿Cómo se salva esa paradoja? Lo que es yo, creo en un periodismo de territorio. Un periodismo que cabe entero en la mochila y que cuenta de manera directa. En ese sentido, el periodismo es un oficio que se acomoda al espacio que le queda. Un par de personas en un monoambiente conectadas a Internet, una mujer con un casco y un celular, un chico con vocación que ve en la esquina de su casa cómo se suceden las protestas y las cuenta en su Twitter.
Otras vías
La mayor parte de los jóvenes en Venezuela hoy se informa a través de las redes sociales. Es allí donde dan la batalla la mayoría de los periodistas y medios. Muchos incluso se ven obligados porque el gobierno va bloqueando dominios y se vuelve más efectivo informar todo en Twitter e Instagram.
Según cuentan, cada vez que Maduro da una conferencia, Internet funciona excelente para que todos puedan verlo. Cada vez que calla, Internet cae, se vuelve lento. Sobre todo las redes de wifi. Segunda lección: si he de hacer periodismo en Venezuela, más vale que me acomode yo a los recursos y no al revés. Más vale que me haga amigo de contar en redes sociales y no piense en la calidad de mis videos, sino en la realidad que cabe en ellos.
Cuenta Jordan Peterson que a las langostas se les desintegra el cerebro luego ser derrotadas en una pelea. De esa desintegración nace un cerebro nuevo preparado para la sumisión. La derrota le cambia el carácter a la langosta. Somos diferentes los seres humanos, y aunque tal vez lidiemos igual de mal con la derrota no necesitamos que estalle nuestro cerebro para cambiar la forma que tenemos de ver la realidad.
Digamos que fui la langosta derrotada en Venezuela: llegué con una tradición haciendo peso en la espalda, con una mecánica, una forma de trabajar… y la propia imposibilidad, la propia derrota de la libertad de prensa me obligó a tomar caminos desconocidos. Fue así que comencé a trabajar solo con el celular y de manera furtiva. Fue así que entendí que mejor contar la historia de a un tuit por vez, poniendo siempre en tela de juicio ese propio tuit. Fue así que cada mañana buscaba las respuestas o las críticas y trataba de constatar lo que había dicho en territorio.
Venezuela era, en ese sentido, la piedra basal de la fake news. Durante el 23 de febrero se prendió fuego un camión con ayuda humanitaria. Los medios chavistas decían que se había incendiado del lado colombiano, los medios opositores que del lado venezolano, los internacionales dudaban (con cierta inclinación a creerle a la oposición). Hice un trabajo muy sencillo: al día siguiente del caos fui al puente y miré: ahí estaba todavía el camión que se había prendido fuego, claramente del lado venezolano. ¿Cómo se había incendiado? Eso era todavía un misterio, y así lo dije, y que para mí había sido accidentalmente culpa de quienes protestaban. Resultó que así fue.
La verdad y las ideas
Lo más curioso de todo es que cuando se comprobó esa versión (tras una investigación de The New York Times), un militante chavista me mandó un mensaje por Twitter diciéndome: "Mira, para que dejes de decir mentiras". El artículo decía exactamente lo que yo había dicho una semana atrás, pero el tuitero nunca había escuchado mis palabras, simplemente había visto la imagen general de la cobertura y con eso le alcanzaba. (Capítulo aparte para la paradoja de que alguien con ideas antiimperialistas cite a un medio estadounidense como la fuente de la verdad absoluta).
Salí de ahí entendiendo eso que, en la teoría, ya sabemos: que la gente no busca la verdad, sino la ratificación de sus ideas. ¿A quién se le habla entonces, si nadie va a cambiar su forma de pensar? A los indecisos, supongo, y a los que a priori no les importaba el tema. Siempre se dijo que en la Argentina los temas de política internacional no rinden, que no le interesan a nadie. Creo que nuestro país también puede ser como la langosta. No necesita ser derrotada para eso –habida cuenta de que derrotados ya hemos sido bastante–, sino tan solo que empecemos a contar las historias del mundo con los pies en la tierra y no tanto desde las cumbres internacionales y los G20. Tercera lección de Venezuela: no se trata de convencer a nadie.
Al poco tiempo de llegar a Quito, Luis Ángel compró un teléfono y me escribió. Aunque aún no había encontrado trabajo estable, me dijo que está mejor que antes. ¿Pero qué es estar mejor? Cuando salir adelante se reduce solo a salir, ¿se puede mantener el criterio de lo que es o debiera ser la vida, la buena vida? Como toda experiencia extrema, Venezuela me puso en contacto como nunca con mi oficio. Eran sus historias lo que me pasé la vida persiguiendo. Historias donde la hostilidad del mundo se materializa. Y entonces, en la vuelta de tuerca final, algo más pasa. Todo lo que había de uno desaparece, deja de importar, y quedamos en silencio frente al relato de los otros. ¿Qué idea política puede conducir a alguien a defender la realidad de Venezuela? ¿Qué convicción funda el odio de quienes se oponen a las ideas del otro? ¿Hasta qué punto la revolución y el sueño de la patria bolivariana pueden ser más importantes que las vidas de quienes van habitar esa patria?
Autor de En Venezuela. Postales de un país al borde del colapso (Galerna)