Venezuela y yo tan lejos: historias de migrantes
La incontenible diáspora venezolana dejó tras de sí infinidad de relatos de añoranza, de deseos y de fuerza: el costado íntimo de una tragedia que aún no encuentra solución
"Ser del Caribe te hace dar el mar por sentado: empiezas a creer que nunca va a faltar, que basta con llevarlo adentro, que eso no se va. Hasta que te toca que el mar se ponga lejos. Cuando eso pasa, volver al mar es asunto infinito y memorable".
Las líneas las escribe Willy McKey, una de esas personas distintas que se cuelan en la secuencia infinita de nombres y palabras que pasan.
Willy es uno de "mis" protagonistas. Dicho de otro modo, es una de las voces que le dio sentido y carnadura a mi primer libro, Llorarás. Historias del éxodo venezolano. Y digo "mis" protagonistas como ejercicio caprichoso. Para ser honesta, a estas alturas, el libro es más de él que mío.
Lo leo en sus redes sociales, -como a todos los venezolanos que entrevisté-, con la obstinación de pertenecer a su mundo. Una obsesión que me sobrevino en los últimos años. En el fondo, creo que es una pulsión vieja por sentirme también yo un poco caribe. Aunque no esté escrito en ningún manual de periodismo (y probablemente esté hasta contraindicado), intento seguir las vidas de estas voces del exilio como si las quisiera tener conmigo para siempre. Aun cuando ya fueron contadas. Aun cuando quizás ya deba soltarlas.
La cosa es que Willy y Jenny, su pareja y compañera en el destino migrante, han decidido pasar el fin de año yendo a alguna playa fría de esta nueva patria. Ella, criada en la Isla de Coche (muy cerca de la conocida Isla Margarita) sabe que, como dice Willy, "el mar es asunto serio".
"Volver al mar con ella es dejarse guiar, -escribe él-. Aprender de quien sabe, reconocer que el olor a sal que no tiene el río esconde cosas invisibles para un tipo de ciudad?".
Pienso en esas líneas y en el sentido más profundo del destierro, mi objeto de estudio y acaso mi herida fundamental. Cuando entregue esta nota, ya será hora de guardar el sonido de las gaitas (que también forman ahora parte de mis fiestas). Pero este año hay algo que se resiste. Como si en esa resistencia hubiera también una declaración política: pequeña, cotidiana, pero resistencia al fin.
El extrañamiento que se produce con la migración está repleto de rebeldías. De símbolos que hasta podrían parecer absurdos o extemporáneos pero que son una afirmación de identidad, de pertenencia. Como si cada desterrado contuviera su propio mar inabarcable. Una forma incontenible que adquiere la vida cuando el dolor se impone.
Por esos giros raros que tiene la memoria y pensando en las pequeñas rebeldías del destierro, recordé por estos días a mi nonno, cuando sonaba el teléfono en la siesta de algún domingo y se iba siempre al cuarto de la casita del barrio obrero de Brandsen. Me acordé del viaje de mi nonna a Italia y de que él jamás quiso regresar. Porque, claro, como alguna vez también me dijeron, el desterrado no necesariamente quiere regresar a su lugar, lo que quiere es viajar en el tiempo.
Arepas y tequeños
Escribí Llorarás con el objetivo de darle voz a la diáspora venezolana. Esa que con la bandera de la esperanza y sus sueños de libertad me hizo mejor, de todas las formas posibles. Pero también lo escribí, debo admitirlo, para sentirme parte de ellos. O al menos, para estar entre ellos. Para pasar tardes enteras escuchando sus historias. Para comer arepas y tequeños y tomar papelón. Para escuchar una y otra vez esos relatos de superación que los convirtieron en mis héroes desconocidos.
Entendí también, sin buscarlo, las huellas que dejó en mí el destino de expatriada que, por mi padre petrolero, me llevó a vivir en Venezuela y luego en Ecuador. Pude hacer con sus recuerdos un ejercicio propio de memoria emotiva y viajar a mis años de niña que devenía en adolescente en el oriente de Venezuela. El lugar que, para algunos, era "monte y culebra" pero que, para mí, fue el inicio de la rumba, los chicos y las imprudencias. Con las historias de mis protagonistas, rememoré la transformación de mi cuerpo y mi alma. Un despertar distinto, en una casa lejos de casa.
Y sobre todo, en este viaje se me reveló una verdad mágica que me modificó. Y es que la condición humana, incluso cuando es empujada a dolores inefables, puede dar un salto a lo extraordinario.
Con Lormys, una abuela que trajo a tres generaciones de su familia a la Argentina y que, luego de hacer pie, creó la organización Lazos de Libertad para ayudar a sus compatriotas, aprendí que la alegría es también un acto de irreverencia. Encontré en ella, y en muchos referentes de la diáspora, un imperativo moral puesto en la esperanza. Y todo esto se presenta siempre en un escena tan simple como humana: el pasillo de una casa donde se huele el olorcito al choclo que viene de una cocina donde se preparan cachapas, un cuarto repleto de ropa para dar y la sonrisa. Sí, siempre la sonrisa recortada en ese rostro moreno que da la bienvenida.
Con Oscar, un médico de 28 años oriundo de Maracaibo que, junto con su esposa, María, se fue al interior profundo de la provincia de Buenos Aires, aprendí por qué los caminos de los olvidados se cruzan. Es en el pueblo de Las Toscas donde estos desplazados se unen con otros, -en este caso, argentinos-, que durante años esperaron a un médico que se radicara en el pueblo para atender en la salita.
Con la Latin Vox Machine y el Negro Iván entendí por qué el arte es también salvación. Con la Latin, la orquesta del exilio, soñé despierta en una Navidad gaitera. Y al Negro Iván le pedí el cerro Ávila, ese que se me aparece cuando sale su voz imponente.
Con Carlos, Eli y Oliver dormí con un ojo abierto en aeropuertos desconocidos. Con Marcelo, crucé un puente como si de eso dependiera la vida toda.
Daniel y Ana me contaron en carne propia cómo es ser parte de los escuderos de la Resistencia y cómo esa lucha, a lo David y Goliat, les significó tener que huir, vendiendo una Playstation y pedaleando por esta ciudad nueva para subsistir. Con ellos aprendí mucho sobre el camino de una lucha que en ocasiones los condena a la injusticia, a la impotencia, pero que, por obra de Dios sabe qué, nunca los deja renunciar al sueño que abrazaron.
Nayrubi me enseñó que sirve rogar al Cielo y pedir "Papá Dios, suéltame la cuerdita". Ella, Evaluna y su reencuentro con Williams en Chile me hicieron vivir una historia de amor prestada como si fuera propia.
Con los jubilados del exilio conocí uno de los costados más desoladores de la diáspora. El olvido entre los olvidados. Con Nora, quise "correr y correr sin saber adónde ir".
Willy y Jenny me hablaron de los peces del Guaire, esos que salen limpios de conciencia del río putrefacto que Chávez, entre otros, prometió sanear. Ellos son la palabra, la calle ardida de bronca y el Caribe. No el fogoso, ni el que conoce el que apenas pasa por allí haciendo turismo, sino el Caribe refugio, el Caribe del alma tibiecita.
Con Gabriela aprendí sobre ese laberinto de la política que suele quedarse sin respuestas frente a la historia de una joven, por cierto politóloga, que tiene que elegir entre mandar los remedios para el tratamiento o abrazar a su abuela por última vez. Con ella, me di cuenta de que la patria siempre te alcanza y que migrar sin querer hacerlo es algo así como divorciarte estando enamorado.
También conocí las largas filas en el comedor Divina Providencia de la ciudad colombiana de Cúcuta, donde hombres, mujeres, niños y hasta ancianos atraviesan las trochas (o caminos clandestinos) desesperados por la falta de todo. Allí la vi también a Aranza, agarrada fuerte de la mano de su mamá y cantando el himno de su país mientras yo la registraba con el teléfono. El salto a la extraordinario. La dignidad como decisión.
En la triple frontera, en Iguazú, conocí las historias de los que llegan por tierra y las casas de puertas abiertas de mamá Carmen y mamá María, dos mujeres que hicieron de sus hogares un refugio para los que llegan con lo último a este rincón del continente.
Y aquí, en Buenos Aires, tomé la costumbre de visitar cada tanto la Parroquia Nuestra Señora de Caacupé, algo bastante cercano a una embajada con aires zulianos, en pleno corazón de Caballito. Supe que en esas largas colas para recibir ropa de abrigo o un plato de comida había otras cientos de historias de héroes caminantes.
Me cuesta terminar ahora estas líneas porque tengo la misma sensación que tuve cuando terminé la última versión de Llorarás. Siento que los suelto y no quiero. Por eso ahora empiezo a fantasear un poco y, para que me salga algo mejor de lo que ensayo en mi cabeza, escucho algunas canciones de la Navidad de ellos, que ahora también es la mía. "Cuéntame, los viejos, ¿cómo están? En esta noche tengo ganas de abrazarlos sin parar [...]. Navidad y yo tan lejos. Son tan buenos los recuerdos", canta la agrupación Voz Veis, de Maracaibo. La canción suena en mi casa y se me viene a la mente una charla reciente.
Hace algunas semanas, en su programa de radio, Jorge Lanata me preguntó:
-¿Soñás a veces con Venezuela?
-Un montón. Sí. Todo el tiempo.
-¿Y qué soñás?
-Sueño con volver. Alguna vez soñé con una rumba... grande, en mi casa de El Tigre, la ciudad en la que vivía.
Ahora que tengo que volver a terminar de escribir sobre las historias de Venezuela, me viene de nuevo esa misma fantasía. Porque solo existe en mi cabeza pero si la escribo quizás no. Por ahora, si la escribo, puede ser al menos deseo compartido. Una añoranza que duele.
Periodista. Autora de Llorarás. Historias del éxodo venezolano (Catarsis)