Vejez, la etapa más feliz
Una de las circunstancias más positivas de la vejez, esa que puede darnos la etapa quizás más feliz de nuestras vidas, es el tiempo del que disponemos luego de los 65 años, comienzo de la ancianidad según el criterio establecido, supervivencia que cuando la condiciones económicas, sociales y políticas lo permiten, nos ha sido dada por la ciencia estirando la expectativa de vida. A mis 80 años llevo entonces largos 15 de viejo. Etapa que superando los prejuicios y limitaciones del “viejismo”, es decir la discriminación social a la ancianidad típica de la cultura occidental, nos permite saldar deudas con nosotros mismos, es decir hacer, pensar, estudiar aquello que no hemos llevado a cabo en años de juventud o adultez sometidos por las exigencias de la realidad, trabajo, cumplimiento de roles familiares, prudencia, etc.
La vejez es la etapa ideal para experimentar y aprender, para cumplir con vocaciones postergadas, deseos inatendidos. No se envejece cuando se arruga la piel, sino cuando se arrugan sueños y esperanzas.
En esa época vital existen menos imperativos de la realidad y hay grados mayores de libertad para asumir la vida cotidiana, algunas de las expectativas planeadas en la juventud se han cumplido y otras han dejado de presionar. Siempre tuve el deseo de comprar un velero para navegar ríos y mares. A mis ochenta ya sé que nunca tendré un velero. Es un duelo pero también es una presión menos.
Un ejemplo literario de cumplimiento de deseos en la vejez lo da la novela de Miguel de Cervantes Saavedra que cuenta las aventuras y desventuras de Alonso Quijano, un anciano cincuentón de origen noble venido a menos. “En efecto, rematado ya su juicio vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo y fue que le pareció conveniente y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante”. Es que, de tanto leer novelas de caballería, termina creyéndose caballero andante y armándose a sí mismo como Don Quijote, a pesar de ser un anciano, utiliza la armadura oxidada de algún ancestro olvidado y montando un pobre caballo flaco y arruinado al que bautiza como Rocinante sale a los caminos a “desfacer entuertos”, junto a Sancho Panza, un campesino pobre e ingenuo al que convence de ser su escudero. Alonso Quijano, en su vejez, se dio el gusto de cumplir con su deseo incubado a lo largo de años de fantasear. Fue, seguramente, la etapa más feliz de su vida.
También José de San Martín, quien murió a los 72 años, edad avanzada para su época, en el destierro y estimulado por su amistad con Alejandro Aguado, el marqués de las Marismas del Guadalquivir, dio rienda suelta a sus retenidas aficiones culturales, postergadas por sus compromisos militares y políticos. Siempre había tenido inclinación por la lectura, fundando bibliotecas durante sus campañas libertadoras. En Lima dijo: “Los días de inauguración de bibliotecas son tan felices para los amantes de la libertad como tristes para los tiranos”.
Cuando sus adversarios lo obligan al exilio, su amigo Tomás Guido le expresa su preocupación acerca de qué haría para sobrevivir, ya que el gobierno de Buenos no le pagaba lo que le correspondía como general de la Nación. El Libertador o tranquiliza y le responde que lo haría pintando abanicos y porcelanas. Efectivamente, fueron años en los que don José pudo desarrollar su vocación por la pintura, y no lo hacía mal. Su especialidad eran las marinas de mares agitados y nubes algodonadas. También pudo gozar de su gusto por la música, habiendo tomado lecciones con el reconocido guitarrista Fernando Sors.
Don José, en su vejez, pudo disfrutar de la vida cultural parisina gracias a que Aguado, de gran fortuna y dueño de una pinacoteca que incluía obras de Rafael, y Leonardo, lo inicia en la amistad de escritores como Gérard de Nerval y Emile Zola. También de músicos como Giacomo Rossini, quien lo invita al estreno de su ópera Guillermo Tell, tal como lo refleja en su correspondencia con Guido
Aprovechemos la vejez para saldar las deudas vocacionales con nosotros mismos. No nos apaciguamos vitalmente porque envejecemos sino que envejecemos porque asumimos el “viejismo” de considerar a la vejez como una etapa de pérdida de energía, tendencia al aislamiento y progresivo deterioro. Está en nosotros y nosotras, personas mayores, desmentirlo con vitalidad y compromiso. “Cuando me dicen que no podré hacer algo por ser viejo, voy y lo hago” (Pablo Picasso).