Veinte años después, seguimos en 2001
Había olvidado la crisis de 2001. Un presente saturado de información, que escamotea el sentido del tiempo, acota los márgenes de la memoria. Sin embargo, llevaba encima aquel estallido traumático sin saberlo, tal como quedan inscriptas en el cuerpo las cicatrices de heridas que en apariencia cerraron y ya no duelen. Las redundancias del periodismo, que renueva ahora el debate sobre esos acontecimientos que marcaron la vida de los argentinos hace veinte años, despertaron en mí una impresión personal y quizá hasta caprichosa de esa experiencia. Dejo a los historiadores y politólogos el análisis riguroso de aquellos días agónicos para compartir esta sensación con los lectores: seguimos en 2001.
En ese tiempo me tocó cubrir el fenómeno de los clubes de trueque, la ebullición de las asambleas vecinales y hasta el surgimiento de monedas alternativas, algunas de ellas basadas en la que Silvio Gesell ideó a principios del siglo pasado para alcanzar la utopía de un orden económico sin usura ni desocupación. Las trágicas jornadas de diciembre habían dejado muertos, los pobres pasaban hambre y la clase media sufría la pérdida de los ahorros reunidos, en muchos casos, durante una vida de trabajo. Sin embargo, en la estela de ese diciembre violento, y aun en medio del peligroso “que se vayan todos”, había en las calles una efervescencia que sugería el nacimiento de una participación ciudadana inédita, la ilusión de que era posible construir algo nuevo sobre los escombros en los que estábamos parados.
"El kirchnerismo se apoyó en la bronca de la calle contra el establishment que dejó la debacle de 2001. Atizó el odio. Había que dividir a la sociedad para que su relato tuviera arraigo"
Aquello duró poco. Toda posibilidad de cambio fue neutralizada por una nueva mutación del peronismo que supo investirse falazmente de aquella energía en bruto. Y que fue fraguando, sobre el eco de ese caos creativo, un orden cerrado. No ya para mantener las cosas tal cual estaban antes, que acaso era lo esperable, sino para ensayar algo más osado: la regresión a un pasado arcaico, es decir, a una matriz de naturaleza feudal en la que la casta gobernante se enriquece y se perpetúa mientras las libertades ciudadanas se apagan merced al sometimiento blando que instrumenta el poder. Al dominar las disidencias y combatir el pluralismo, quedaría allanado el camino para llevar el modelo político de las provincias más atrasadas del país, donde el autoritarismo y la corrupción no encuentran límite, a la Argentina toda.
Para tramar su engaño, el kirchnerismo vampirizó el espíritu revolucionario que a principios de 2002 creció en las calles, así como se apropió –caja mediante– de los movimientos sociales que surgieron entonces. Haría lo mismo con la épica setentista, identificando a la oposición con la última dictadura. Lo hizo apoyándose en el resentimiento contra al establishment que dejó la debacle, atizando el odio con método y perseverancia: había que dividir a la sociedad argentina para que su relato encontrara arraigo. Fue así como el matrimonio santacruceño montó una aceitada cleptocracia en nombre de los valores democráticos más sagrados.
Una oportunidad perdida. Eso, entre otras cosas, representa para mí 2001. Fue la puerta por la que se coló una fuerza política que, lejos de querer recomponer una democracia imperfecta y dañada, se propuso destruir lo poco que quedaba de ella para instaurar un régimen hegemónico que garantizara su impunidad y el control del poder a perpetuidad. Lucha en la que, se sabe, el kirchnerismo sigue empeñado.
Pasamos, entonces, de un abismo a otro. Por eso digo que seguimos en 2001. Como ayer, hoy estamos ante una crisis y ante una oportunidad. Por fortuna, no hay un estallido violento como en aquel diciembre, pero el deterioro económico y social ha provocado una sorda implosión cuya onda expansiva afecta a casi la totalidad de los argentinos, que hoy se debaten entre la esperanza y la resignación. Los banderazos, con sus reclamos de justicia, libertad e igualdad ante la ley reeditan la posibilidad de construir algo nuevo, algo mejor. La indignación y el hartazgo, otra vez, liberan una energía que presagia un cambio. Algo de esto se manifestó en las elecciones de noviembre, en las que el kirchnerismo sufrió una sonada derrota. Pero ¿habrá esta vez alguien que canalice de forma virtuosa esos sentimientos? ¿O serán de nuevo traicionados por una dirigencia política que parece ensimismada en sus propias mezquindades?
¿Qué encerraba aquel “que se vayan todos”, más allá de una generalización injusta? Posiblemente, una bronca terminal contra dirigentes que, de espaldas a las expectativas de sus representados, concebían la política como una usina de privilegios personales, un atajo para acceder al botín del Estado o una mera lucha por el poder. Aun al borde del abismo, muchos privilegian su negocio, buscan su rédito a costa del conjunto. Antes y ahora. Por eso, el reclamo sigue en pie. No deberíamos olvidar, tampoco, que nuestros políticos surgen de la sociedad de la que formamos parte. De cualquier modo, si esto no cambia, la verdad tiene menos posibilidades de imponerse a la mentira en la pelea de fondo que hoy se libra en el país.