Vance vs. Vance: de la “gran generación” a la rebelión de los blancos desposeídos
El candidato a vicepresidente de Trump, de origen humilde, tiene igual apellido que un funcionario de Carter, de familia acomodada; ambos parecen sintetizar los cambios, positivos y negativos, que experimentó EE.UU.
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Luego del frustrado atentado que pudo haber terminado con su vida, con la enclenque convivencia democrática y hasta con la paz social en Estados Unidos, Donald Trump sorprendió a la convención republicana desarrollada en Milwaukee, Wisconsin: designó a J. D. (James David) Vance como candidato a vicepresidente. Este senador de 39 años (la mitad que Trump), de origen muy humilde y con una singular historia de vida, tiene el mismo apellido de Cyrus, aquel famoso diplomático demócrata que fue secretario de Estado de Jimmy Carter hace casi medio siglo y que pertenecía a una familia acomodada y con excelentes conexiones. Sin intención de emular la seminal obra del gran Plutarco con sus Vidas paralelas, estos dos líderes parecerían sintetizar las impresionantes transformaciones, positivas y negativas que experimentó la sociedad norteamericana, incluidos el origen y los valores de sus líderes.
Cyrus Vance nació en West Virginia. Cuando era pequeño, su familia se instaló en los suburbios de Nueva York. Tras la muerte de su padre, su mamá se mudó con sus hijos un año a Suiza para que aprendieran francés. Su primo John Davies, excandidato presidencial demócrata (1924) y, antes, embajador en el Reino Unido, lo adoptó e impulsó su carrera. Formado en Yale, una de las universidades más exclusivas del país, hizo la licenciatura y luego egresó de la Escuela de Leyes, cuna de buena parte del establishment estadounidense, incluidos los presidentes Gerald Ford y Bill Clinton. Marino veterano de la Segunda Guerra Mundial, participó en varias operaciones en Asia, entre ellas la crucial campaña en Filipinas (1944-45). Trabajó durante una década en una importante firma de abogados, aceptó luego un cargo en el Senado y más tarde se sumó como alto funcionario del Pentágono, con Kennedy y con Johnson. Durante los años de Nixon presidió una comisión independiente que investigó la corrupción en la policía de Nueva York. Lideró posteriormente el Colegio de Abogados de la ciudad.
Su fama e influencia aumentaron cuando Carter lo designó al frente del Departamento de Estado (1977). Tuvo un rol estelar en los acuerdos de Camp David (la paz entre Egipto e Israel), en los de control de armamentos con la Unión Soviética (SALT II) y en el reconocimiento formal de la República Popular China y su soberanía sobre Taiwán. Renunció en 1979 como consecuencia de la crisis con Irán por los rehenes. Volvió a la práctica del derecho y se involucró en iniciativas diplomáticas de gran envergadura: fue enviado especial de la ONU en los Balcanes y en el conflicto entre Grecia y Macedonia. Integró el directorio de empresas como IBM y el New York Times y su homónimo hijo fue un famoso procurador, heredero del legendario Robert Morgenthau, con roles clave en casos resonantes como los de Jeffrey Epstein, Strauss-Kahn y Harvey Weinstein.
Su vida de élite, caracterizada por transitar desde joven los pasillos más selectos del poder, contrasta con el origen humilde, la infancia dura y el esfuerzo meritocrático que definen al compañero de fórmula de Trump. Es autor de un best seller que retrata la resignación y la falta de horizontes de la vieja clase media del “cinturón oxidado” del Medio Oeste, que por la globalización y la relocalización de empresas industriales vio desaparecer los mecanismos de movilidad social que durante buena parte del siglo XX le había habilitado el “sueño americano”. Esa población ignorada por las élites globalistas y progresistas de ambas costas apoyó el discurso nacionalista y proteccionista de Trump en 2016 y podría ser esencial en las elecciones del 5 de noviembre. Por eso Mike Pence, exgobernador de Indiana, había sido su anterior compañero de fórmula. En esta ocasión, el GOP hizo la convención partidaria en Wisconsin, un swing state en el que perdió Hillary pero cuatro años más tarde ganó Biden. Y catapulta a J. D. como potencial heredero de Trump para intentar vencer en Minnesota, Michigan y Pensilvania, otros estados determinantes para ganar el colegio electoral.
Sus padres se divorciaron cuando era muy pequeño. Su mamá sufrió adicciones al alcohol y a las drogas mucho antes de la epidemia de fentanilo que azota al país. J. D. fue adoptado por sus abuelos maternos, originarios de los Apalaches, en Kentucky, de quienes tomó su apellido. Criado en esa cultura de austeridad y tradicionalismo, se desarrolló como un exponente del nuevo conservadurismo con componentes del ascendente populismo de extrema derecha y un férreo enfoque contra los valores woke en el marco de la guerra cultural contra el progresismo: se opone al aborto y al matrimonio del mismo sexo, propone prohibir la pornografía y las limitaciones a la portación de armas y sus posiciones respecto de la inmigración ilegal son durísimas.
J. D. también es veterano de guerra: fue marine y se desempeñó como corresponsal en la segunda expedición a Irak entre 2003 y 2007. Por ese servicio logró ayuda financiera para cursar su licenciatura en la Universidad Estatal de Ohio y concurrir después a la Yale Law School. Empezó siendo muy crítico de Trump, a quien llegó a llamar “el Hitler de EE.UU.”. Pero consiguió el apoyo de este para su elección como senador nacional en 2021 y, a partir de entonces, se convirtió en uno de sus acérrimos defensores. En Yale conoció a su esposa, Usha, abogada hija de inmigrantes indios que trabaja en el equipo del titular de la Corte Suprema de Justicia.
Su atributo más interesante, considerando su experiencia de vida, es ser un exitoso inversor en empresas de tecnología junto al famoso Peter Thiel, creador de PayPal e impulsor de otros emprendimientos de vanguardia. Gracias a esto, la campaña republicana recibió cifras siderales por parte de prominentes líderes de esta industria, comenzando por Elon Musk. Otros dueños de fondos de inversión, como Bill Ackman, conocido crítico del actual liderazgo progre en universidades de élite, sumó su soporte a la fórmula Trump-Vance luego del atentado del fin de semana pasado.
Donde el contraste entre ambos Vance es más significativo es en política exterior. Cyrus, integrante de la “Gran generación” que construyó el orden global de la segunda posguerra e impulsó una época de enorme prosperidad interior, fue uno de los principales exponentes de la tradición wilsoniana (por el presidente Woodrow Wilson): una diplomacia activa que enfatiza la autodeterminación de los pueblos, la seguridad colectiva, la ampliación del capitalismo y el comercio internacional como base para la cooperación entre los países y una oposición al aislacionismo. J. D. siempre cuestionó el apoyo de Occidente a Ucrania, pretende un acercamiento a Putin (como Trump), sostiene posiciones en la intersección entre un neorrealismo extremo y el aislacionismo, y apunta a cerrar las fronteras ante al drama de los refugiados.
Puede argumentarse que Vance no hubiera integrado una fórmula presidencial en la época en que Cyrus era protagonista de la política doméstica e internacional: desde el “contrato con América” de 1994 se ha dado, dentro y gracias al GOP, una suerte de “rebelión plebeya” gradual de los Estados Unidos profundos contra el predominio de las elites y su vocación “imperial” de ejercer influencia en el sistema mundial. Ese EE.UU. más igualitario tuvo su expresión en el actual binomio Biden-Harris: ninguno de los dos se educó en universidades de élite. Con Trump-Vance y el refuerzo de la narrativa “hacer a EE.UU. nuevamente grande” se acentúa el giro hacia el ensimismamiento que tanto recelo genera en Europa y los aliados de la OTAN.