Van Gogh y Artaud, un diálogo posible
El diálogo imaginario que mantienen Vincent Van Gogh y Antonín Artaud en la extraordinaria muestra que se presenta en estos días en el Museo de Orsay de París, pone al descubierto la desarticulación, la sorpresa y el vacío que ambos sentían frente a un mundo que, lejos de comprenderlos, los condenaba. La exposición parte de un texto que Artaud escribió para una exposición de la obra de Van Gogh realizada en París, en 1947, a un año apenas de la muerte del autor de El teatro y su doble. Ese texto es Van Gogh, el suicidado por la sociedad, y al leerlo no es difícil advertir que Artaud escribía sobre él mismo, aunque mirando la obra del genial artista holandés.
Antonín Artaud, actor, poeta y ensayista, nació en 1896, seis años después de la muerte de Van Gogh. Ambos murieron tras pasar algunas temporadas en institutos psiquiátricos. Tanto el uno como el otro vivieron al margen de los halagos del éxito, lo que no sería importante si a esa situación no se hubiese sumado la profunda incomprensión por lo que hacían. Basta con ver actuar a Artaud en los fragmentos de películas que se presentan dentro de la muestra del Museo de Orsay, para comprender que lo animaba un estilo de actuación tan desmesurado en sus gestos como profundo en sus intenciones. A pocos metros de la pared donde se proyectan los films nos encontramos con algunos de los más bellos autorretratos de Van Gogh. Y la impresión que se tiene es que se trata de rostros trabajados al mismo tiempo por la violencia de la sociedad de su época y por la pasión para enfrentar esa misma violencia. ¿Qué hubiese sido de ellos en un mundo más comprensivo y permeable al arte que desarrollaban?
No es cuestión de echarle la culpa a la psiquiatría de la época, que hacía lo que podía; lo que esos rostros reclaman es otra cosa, quizás un poco de consideración, de piedad, de apertura hacia cierta otredad que ellos representaban en un mundo no tan distinto al actual. Philippe Sollers, en San Artaud, lo expresa con precisión: "Artaud está en el centro de la barbarie del siglo XX, captando su energía oscura como nadie desde el fondo de los asilos de alienados (40.000 muertos en Francia durante la Ocupación, por hambre y electroshocks). Pero antes que nada: un ritmo, un choque, una pulsación, una voz, una profundidad afirmativa gráfica que ya no te abandonan una vez que te encontraste con ellos y los experimentaste de verdad".
El pulso de Artaud es similar al de Van Gogh. El célebre cuadro Campo de trigo con cuervos, óleo sobre lienzo de 1890, ampliado en la muestra en una pared que ocupa toda una sala y con el comentario de Artaud, que sostenía que los cuervos se habían apoderado del espíritu de Van Gogh, es uno de los momentos más intensos de la exposición. Quizá porque la muerte se hace visible o se anuncia en un campo de trigo que simboliza la vida y la productividad. O tal vez porque los cuervos están a punto de ganar la batalla. Ni la ayuda de Theo, su hermano, ni la voluntad de pintar hasta casi el último día de su vida, ni sus amores furtivos y violentos fueron capaces de contrarrestar la imagen sombría de la celda de aislamiento del hospital de Arlés donde estuvo confinado Van Gogh. ¿Es posible que casi nadie se haya percatado del valor de su pintura?
En la muestra del Museo de Orsay hay dibujos de Antonin Artaud. Uno de ellos contiene rostros dibujados y palabras que no dicen nada en apariencia y lo dicen todo respecto a esa zona inexplicable del ser humano de la que sólo el arte da cuenta. El discurso de la razón no tiene nada que ver con el hecho estético. El 4 de marzo de 1948 Artaud es encontrado muerto, sentado al pie de su cama, por personal del sanatorio Salpêtrière. Sus últimas palabras estaban escritas en un cuaderno que llevaba consigo. Y eran éstas: "Seguir haciendo de mí este embrujado eterno?".
El 29 de julio de 1890, Vincent, acurrucado en brazos de su hermano, dijo sus últimas palabras a Theo: "Quiero morir así". Su corazón fanático, sus deseos de que la pintura fuera más verdadera que la vida, se apagaron como los de Artaud en un mundo que no hizo nada, o muy poco, para comprenderlos. Es probable que esta muestra, que hasta el 6 de julio puede visitarse en uno de los museos más bellos del mundo, nos sirva para reflexionar sobre cierta indiferencia que en distintas épocas se ha tenido frente aquello que el arte ofrece mucho antes de que críticos y académicos determinen su valor. Tanto a Van Gogh como a Artaud los esperaba el reconocimiento en la posteridad. Pero la vida, la única que tuvo cada uno, fue una permanente lucha contra las convenciones de la época. La experiencia de la felicidad sólo la conocieron a través de la experiencia estética. Pero el mundo, que es la única morada del hombre, los trató como extranjeros. O mejor: como extraños en una tierra sombría. La muestra del Museo de Orsay los acerca a nosotros y los convierte en contemporáneos. Como fantasmas, Artaud y Van Gogh conversan a orillas del Sena. Y esa charla resulta tan verdadera que nos interpela. En los ojos de uno y de otro hay destellos de furia. Antes que la enfermedad los mató la indiferencia, la desidia, la crueldad que significa no saber o no poder mirar al otro.
© LA NACION