Vacío de valores y religiones políticas
Posiblemente haya pocos pensadores políticos del siglo XX como Eric Voegelin cuyas ideas puedan ser aplicadas con tal grado de acierto y oportunidad a la dramática situación de la democracia occidental y argentina de hoy. Discípulo del gran jurista Hans Kelsen, Voegelin creía, como éste, que un sistema político sólido requería del Estado de derecho y la primacía de la ley. Pero a diferencia de su maestro, e inspirado en los estudios sobre la influencia de las religiones en la política de Max Weber, cuya cátedra en Munich ocupó luego de la guerra, Voegelin consideraba que eran imprescindibles dirigentes políticos que hubieran pasado por una profunda experiencia ética y espiritual que los hiciera capaces de enfrentar con claridad mental, realismo y espíritu de sacrificio la dureza y complejidad de los problemas de la realidad. Cuando esto no sucede y se extiende el vacío ético y espiritual entre los representantes de la política tradicional, el resultado es la falta de visión, coraje y capacidad para brindar soluciones, lo que lleva a los ciudadanos a perder la paciencia y entregarse a la búsqueda desesperada de líderes antisistema portadores de ideologías simplistas y mesiánicas, que Voegelin nombró “religiones políticas.”
Habiendo estudiado detenidamente el gnosticismo antiguo, el milenarismo medieval y el puritanismo moderno, Voegelin intuyó que las grandes ideologías de izquierda y de derecha en la Alemania de las décadas del 20 y el 30 –como el comunismo, el fascismo y el nazismo– por las cuales se vio obligado a exiliarse en Estados Unidos, tenían por base el mismo tipo de fanatismo sectario de aquellos movimientos religiosos. Siguiendo los análisis de Richard Hooker, un autor del siglo XVI defensor de las instituciones y crítico del puritanismo con gran influencia en John Locke, Voegelin describió con lucidez los mecanismos psicológicos que las religiones políticas ponen en funcionamiento para volcar una gran masa de ciudadanos en su favor.
En primer lugar, según Voegelin, todo líder de una religión política es “alguien que tiene una causa” con la que se mostrará “completamente comprometido”, lo cual lo colocará en un plano superior al resto de los mortales y por encima de los límites y dificultades de la realidad. En segundo lugar, para avanzar en su causa, el líder, “escuchando el clamor de la multitud”, “se entregará a severas críticas de los males sociales” y, en particular, “de la conducta corrupta de las clases dirigentes”. De este modo, “la repetición frecuente y vehemente de la crítica, inducirá a los oyentes a creer”, aun sin ninguna evidencia en su favor o incluso con contundentes pruebas en su contra, que dicho líder está dotado “de singular integridad, celo, y santidad” ya que “solo quienes son singularmente buenos, por supuesto, pueden sentirse tan ofendidos por el mal.”
En tercer lugar, todo líder de una religión política dedicará gran esfuerzo a “la concentración de la mala voluntad popular” contra “algunas instituciones específicas” a las que atribuirá “toda la culpa del mal de la sociedad”. “Por tal imputación del mal a una institución específica, prueban su sabiduría a la multitud que nunca hubiera pensado en esa conexión” y “muestran el punto que debe ser atacado si el mal quiere ser quitado del mundo.” Esta clase de líderes ofrecerá una receta simple, inmediata y aparentemente fácil, como “remedio soberano de todos los males”.
Dichos líderes “se experimentarán a sí mismos como los elegidos” con lo cual engendrarán en sus seguidores “condiciones elevadas de separación entre ellos y el resto del mundo” por lo que “la humanidad se dividirá entre los hermanos y los mundanos”. Cuando logran alcanzar este nivel, “se crea el núcleo psicológico” por el cual muchos ciudadanos “preferirán la compañía de los miembros del movimiento a la del resto del mundo”, “aceptarán voluntariamente el consejo y la dirección de los adoctrinadores”, “descuidarán sus propios asuntos”, “dedicarán tiempo excesivo al servicio de la causa”, y “prestarán generosas ayudas materiales a los líderes del movimiento.”
Por lo demás, “una vez que se organiza un entorno social de este tipo, es difícil –según Voegelin– si no imposible, romperlo por persuasión”. “Que cualquier hombre de opinión contraria abra su boca para persuadirlos, ellos cierran sus oídos, sus razones no pesan, todo se responde con las palabras de Juan: ‘Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos oye’”. Así, “son impermeables a todo argumento y tienen sus respuestas bien entrenadas. Sugiérales que son incapaces de juzgar en tales asuntos, y responderán: ‘Dios ha escogido al simple’. Muéstreles de manera convincente que están diciendo tonterías, y escuchará: ‘el propio apóstol fue tenido por loco’. Pruébeles la más mansa advertencia de disciplina, y hablarán profusamente de ‘la crueldad de los hombres sedientos de sangre’ y se colocarán en el papel de ‘inocentes perseguidos por la verdad’”. En resumen: “su actitud es psicológicamente férrea y más allá de toda ayuda humana”.
Observando en nuestro tiempo, tanto en la Argentina como en el mundo, el péndulo entre la incompetencia, la desorientación y el vacío de ideas y valores de los representantes de los partidos políticos tradicionales, y el éxito entre muchos ciudadanos de las propuestas, métodos y actitudes de líderes mesiánicos y populistas, de izquierda o de derecha, los análisis de Voegelin sorprenden por su impresionante actualidad. Ojalá ayudaran también a impulsar al lector a tomar conciencia de la necesidad de exigir como ciudadano una vuelta a los valores y a la responsabilidad a los representantes de la política convencional, evitando caer en las engañosas promesas de los falsos líderes de las religiones políticas.
Centro de Economía y Cultura, UCA