Uruguay y la Argentina, tan distintos como incomparables
En ambos países, las realidades políticas son diferentes, pero persiste la tentación de querer asimilar uno y otro caso, lo que lleva a simplificaciones sin fundamento y a minimizar la gravedad de “la grieta”
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La Argentina abrió un período de gobierno con mensaje del electorado de un cambio radical. Uruguay entra en campaña electoral con intención de voto favorable a la oposición, pero una preferencia de la gente por continuidad con algunos cambios. No se trata solo de la magnitud del cambio, sino de dos realidades políticas tan diferentes como imposibles de comparar.
La Argentina inicia procesos de refundación cada vez que cambia de partido en el poder; Uruguay tiene alternancia de partidos en el gobierno, con continuidad de políticas en lo macro, lo que no oculta diferencias lógicas de un sistema con diversidad de ideas. Pese a ser tan diferentes, persiste la tentación de querer asimilar uno y otro caso, por ejemplo, hablando de una “grieta uruguaya” o de si hay un “Milei uruguayo”, una “Cristina oriental”, y otras posibles comparaciones.
El año 1946, con elecciones en ambos países del Plata, ayuda a entender por qué son tan distintos: la Argentina votó por Juan Domingo Perón y Uruguay votó por Tomás Berreta-Luis Batlle Berres. Perón era un coronel con formación en Italia, admirador de Mussolini y con amigos oficiales formados en Alemania (el GOU). Emergía de una dictadura –la “Revolución del 43″– y abanderaba una corriente que con el argumento de equilibrar la balanza social expresaba revanchismo. Él y los suyos se entusiasmaban con las “potencias del Eje”.
Tomás Berreta era el primer presidente uruguayo que no venía de cuna patricia y era hijo de inmigrantes chacreros de los suburbios, exiliado en dictadura (1933) y partidario de “los aliados”. Perón venía de una dictadura; Berreta y Batlle se tuvieron que ir del país por una dictadura. Perón hizo su primera campaña electoral con la consigna “Braden o Perón”, para mostrar que la disyuntiva no era entre él y un candidato de la Unión Cívica Radical, sino que era entre él como argentino y un norteamericano (por el exembajador de Estados Unidos en Buenos Aires Spruille Braden). Eso implicaba no confrontar con su adversario efectivo, sino ningunearlo, despreciarlo y exponerlo como un títere de potencia extranjera.
Tomás Berreta fue invitado a Washington luego de ser elegido presidente para conversar sobre cómo mejorar la relación Uruguay-Estados Unidos, y ahí el nuevo jefe del Estado oriental se reunió con Braden, que era secretario de Estado adjunto para Asuntos de las Américas. “No hay duda de que Perón está buscando la hegemonía sobre la totalidad de la porción meridional del continente, y estamos preocupados. ¿Por qué se está armando?”, dijo Berreta a Braden, preocupado por tendencias fascistas. Berreta enfermó y murió pronto, por lo que asumió Batlle Berres, un líder popular de fuerte convicción democrática, lo que se vio en varias ocasiones.
Cuando la Justicia pidió el desafuero del diputado y secretario general del Partido Comunista Rodney Arismendi por una asonada que terminó con heridos, Batlle Berres dijo a sus legisladores que había sido una manifestación sin intención de daño y que no se podía votar ese pedido, porque había que garantizar la libertad de expresión. En 1958 debía traspasar el gobierno al Partido Nacional, cuando los blancos rompían un predominio del Partido Colorado de 90 años. Algunos mandos militares plantearon a Batlle Berres la posibilidad de no hacerlo. Luis Batlle rechazó esa opción antidemocrática en forma tajante.
En aquel 1946, la Argentina de Perón dio una imagen germanófila, mientras que el Uruguay de Berreta y Batlle expuso una postura aliadófila. En aquel año nacía un movimiento populista argentino que despreciaba a sus adversarios, que ni los reconocía como tales y por eso reforzaba la consigna “Braden o Perón”, que con el tiempo se reproduciría en otras imágenes con el mismo sentido. Eso se resume en la declaración de Perón en España: “Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”. Mientras tanto, en Montevideo, Batlle Berres reimpulsaba la despersonalización del poder que había sido iniciativa de su tío José Batlle y Ordóñez (presidente de 1903 a 1907 y de 1911 a 1915) y por reforma constitucional –ratificada por el pueblo en plebiscito– volvía a gobiernos colegiados: en la misma mesa del Poder Ejecutivo se sentaban colorados y blancos. Ahí se ven los caminos diferentes de ambos países del Plata.
La “grieta” es argentina porque implica un terreno político con una zanja en el medio que impide convivir a unos y otros, mientras que en Uruguay la coparticipación en el gobierno o la cohabitación en el escenario partidario es lo normal. La “grieta” no es confrontación áspera y debate duro, que eso es la reacción lógica de sociedades con ideas diversas; es la ausencia de debate, la falta de diálogo, la imposibilidad de juntarse en un lugar. No hay en Uruguay una hendija en la tierra política, y tampoco hay “refundación” cuando asume un gobierno de distinto partido que el anterior. Los gobiernos uruguayos tienen una continuidad, en un país en el que gobernaron los partidos Colorado y Nacional (blancos), y la izquierda del Frente Amplio. Al inicio del año electoral, las encuestas muestran al presidente Luis Lacalle Pou con 45% de aprobación.
La intención de voto da al Frente Amplio 45% contra 38% de los partidos de la coalición oficialista, y hay 12% de indefinidos, lo que da un escenario favorable a la izquierda. Pero sobre el “rumbo del país” las respuestas de “continuidad” suman 51% y las de “cambio”, 45%, con 4% que no se decide (todas encuestas de Equipos Consultores informadas por dirigentes del oficialismo y de la oposición que contratan su servicio). Y aunque sea áspero el debate, los dirigentes políticos dialogan, negocian, acuerdan o discrepan, pero están en la misma sala.
Aquellos años 40 muestran dos realidades. Perón surgió en una dictadura militar y en un vacío de liderazgo por la muerte de tres personalidades fuertes: el expresidente Marcelo T. de Alvear (1922 a 1926), líder de la Unión Cívica Radical cuando murió, en 1942; el general Agustín Pedro Justo, presidente conservador entre 1932 y 1938 y líder del Ejército hasta su muerte, en 1943; Roberto Ortiz, presidente en 1938-1942 y líder de la otra corriente de la UCR, la “antipersonalista”, quien enfermó y murió sin completar el mandato y fue sucedido por Ramón Castillo, derrocado por el golpe militar del 43 que inició la dictadura de la que surgió Perón.
Desaparecían de escena los líderes de las dos principales corrientes políticas, radicales y conservadores, y a su vez, el líder del Ejército: la Argentina quedaba sin líder a la espera de uno que tomara la posta. Perón aprovecharía ese vacío para imponerse desde la Secretaría de Trabajo y para inclinar la Argentina de aliadófila (como eran aquellos líderes fallecidos) a germanófila. Uruguay iba por otro camino ideológico y de concepción democrática republicana. Muy distintos, y por lo tanto no comparables. Lacalle Pou no es Macri, los candidatos de la oposición no son Cristina ni Alberto, y entre los postulantes a presidente no hay ningún Milei.
Las tentaciones de comparar no solo incurren en simplificaciones sin fundamento, sino que minimizan el impacto de “la grieta”. El kirchnerismo no solo llevó el gasto público y la inflación a niveles disparatados, no solo irrita con ironías o ningunea a adversarios, sino que corrompe la política y la Justicia, y fomenta una división con una zanja que impide la cohabitación. Es muy grave eso para banalizarlo con comparaciones forzadas.