Urgencias que son incompatibles con las miradas autocomplacientes
El discurso de Fernández superó el límite de lo preocupante: expresó una visión edulcorada y se jactó de las reformas que no pensaba hacer; el mundo cambió para peor, y no modificar el curso de acción puede ser grave
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Hay momentos singulares en los que la historia parece precipitarse: se condensan y combinan hechos significativos, cambian conceptos y visiones del mundo y resurgen lenguajes e imágenes del pasado que se mezclan con nuevos actores y tecnologías. Las agendas, tanto la global como las nacionales e incluso las locales, se redefinen. En los planos materiales y simbólicos se producen discontinuidades impensables hasta poco tiempo antes. Aunque uno prefiera aferrarse a las típicas inercias de las “zonas de confort”, resulta irresponsable y hasta potencialmente suicida insistir con los paradigmas del pasado reciente. Deben replantearse las prioridades y comunicarse a la sociedad de forma contundente lo que está en juego, sobre todo cuando no queda margen para seguir postergando la solución de cuestiones estructurales que, en el nuevo contexto, constituyen lujos imposibles de sostener.
Si no hubiera estallado el peor conflicto bélico en muchas décadas, el discurso que brindó el Presidente en la apertura de sesiones ordinarias del martes hubiese pasado al olvido como otro inoportuno y vano intento de cerrar la grieta que caracteriza al FDT con una serie de chicanas y concesiones a medida de las obsesiones y los prejuicios de los segmentos más radicalizados de la coalición, liderados por la propia CFK y su ausente hijo Máximo. David Axelrod, veterano estratega del expresidente Barack Obama, afirmó recientemente que es difícil evitar que esta clase de presentaciones sean algo más que una catálogo de lugares comunes y buenas intenciones. De eso también tuvieron, en abundantes dosis, las palabras presidenciales.
No obstante, lo de Alberto Fernández superó el límite de lo preocupante: expresó una visión edulcorada, superficial y autocomplaciente de un país que, si no fuera por la pesada herencia recibida (en especial la obsesión con el tema de la deuda, principal motivo de disputa con los integrantes de JxC), complicada por la pandemia de Covid-19, estaría encaminado en la dirección correcta. Si tomamos cualquier parámetro objetivo de desarrollo económico y social y lo comparamos con el resto de los países en vías de desarrollo, es fácil concluir que se trata de un diagnóstico falso. Hace demasiado tiempo la Argentina entró en una dinámica de involución, por lo menos desde mediados de 1975, y su situación actual es alarmante. Hacer caso omiso de que se trata de problemas estructurales que no supimos, pudimos o quisimos resolver constituye un acto de negación impropia de un líder que ocupa la máxima magistratura. Si no se admiten y se definen los problemas, si se carece de un análisis objetivo y preciso, no será posible identificar potenciales soluciones ni diseñar planes articulados y a medida de los desafíos más apremiantes.
El discurso del Presidente ya debería ser fuente de perturbación al margen de la enorme crisis política y de seguridad que disparó la invasión rusa a Ucrania. Pero es aún muchísimo más grave dada la realidad que enfrentamos: un cambio transcendente y de potencial larga duración en el sistema internacional. No considerar este novedoso escenario ni asumir la obligación de repensar las prioridades estratégicas de la Argentina puede tener consecuencias mucho más perjudiciales y difíciles de revertir: no podemos seguir perdiendo el tiempo, postergando decisiones difíciles relacionadas con los problemas de fondo y fingiendo que podemos seguir entretenidos en peleas menores. Ya desperdiciamos demasiadas oportunidades y por desidia, egoísmos y miradas cortoplacistas, nos hicimos demasiado daño como sociedad. Es imprescindible tomar conciencia de lo que se juega en estas horas y del costo de oportunidad de profundizar nuestra dinámica de decadencia y autodestrucción.
La Argentina tuvo una posición firme y destacable en la ONU, aunque luego de una serie de ambigüedades y declaraciones erráticas y preocupantes. En medio de esta crisis de seguridad internacional no podemos sostener una política exterior improvisada, ideologizada y liderada por dirigentes que, más allá de sus intenciones, carecen de formación y experiencia en un tema tan sensible y complejo. Tenemos excelentes diplomáticos de carrera y muy buenos académicos y especialistas como para elevar el nivel de debate y nutrir a los gobiernos de talento y sabiduría. Un equipo profesional hubiera desaconsejado viajar a Rusia hace apenas unas semanas, o por lo menos hubiera trabajado para evitar los derrapes y las exageraciones en las que incurrió el Presidente. La política exterior debe también involucrar al Congreso para fortalecer los consensos en términos de valores compartidos y asegurar la continuidad de los principales lineamientos estratégicos. No se trata de adoptar un lenguaje “políticamente correcto”, sino, con las limitaciones que tenemos, de aspirar con humildad pero con clara convicción a ser parte de la solución de los desafíos que plantea el escenario emergente.
Asimismo, es insólito que el país siga tolerando la irregularidad que implica una economía desquiciada. El Presidente se jactó en su discurso de todas las reformas que no pensaba hacer, como si eso fuera positivo. Como si el médico le dijera al paciente todos los tratamientos que no aplicará frente a su grave enfermedad. Un país estancado, con altísima inflación, sin financiamiento y con sus mejores recursos humanos pensando en relocalizarse no parece estar preparándose para el nuevo mundo que se está gestando. Con un aparato estatal enorme, ineficiente, incapaz para proveer los bienes públicos fundamentales y pésimamente gerenciado no podemos garantizar la integridad territorial, considerando las viejas y las nuevas amenazas.
Esto nos obliga a repensar la defensa nacional y el papel de las Fuerzas Armadas. Sin ignorar el drama que tiene el país en materia fiscal, resulta ilusorio suponer que puede cumplirse con el mandato que la Constitución les otorga con recursos escasos y muy por debajo de los que asignan ya no solo las potencias, sino nuestros propios vecinos. Debemos potenciar alianzas y mecanismos de cooperación con todas las democracias de la región y del mundo (recordémoslo: jamás hubo una guerra entre dos democracias) porque necesitamos prepararnos para una etapa donde el teatro de operaciones se extenderá a todo el planeta, como ocurrió durante la Guerra Fría, y a otras dimensiones como la ciberseguridad. La Argentina es el octavo entre los países más grandes incluyendo la plataforma submarina. Eso nos obliga a dimensionar el esfuerzo que debemos hacer y descartar cualquier utopía pacifista e ingenua que suponga prescindir de capacidades sofisticadas de defensa.
Por otra parte, no podemos continuar dilapidando. Si hubiéramos tenido políticas públicas apropiadas para nuestra riqueza en materia de recursos naturales escasos, la Argentina debería ser hoy una potencia agroexportadora muchísimo más destacada, y lo mismo debería haber ocurrido tanto en materia energética y minera. Eso hubiera implicado eliminar la “restricción externa” y la chance de diseñarse mecanismos imaginativos para fondear la reconstrucción de nuestra capacidad de defensa nacional.
El mundo cambió, lamentablemente, para peor. No podemos continuar procrastinando ni lamentándonos por lo que no hicimos. Tampoco detenernos por el miedo a los costos de lo que debemos hacer. Las consecuencias de no modificar el curso de acción pueden ser enormes. Si nos faltaba un motivo para realizar un autoexamen frío y riguroso de lo que somos como sociedad, para elaborar un plan estratégico para salir de la decadencia y para elegir a los responsables circunstanciales para implementarlo, finalmente lo tenemos.