Unamuno y el anhelo de inmortalidad
Miguel de Unamuno (1864-1936) fue un pensador vasco y el miembro más destacado de la Generación del 98, que toma su nombre del desastre militar de España de ese año, en el que perdió sus últimas colonias. Cuando Unamuno inicia su labor intelectual, encuentra el predominio del positivismo, con una concepción racionalista y cientificista que combatirá. José Ferrater Mora resume su obra como una cruzada contra el hombre abstracto, “contra el hombre tal como ha sido concebido por los filósofos en la medida en que hacían filosofía en vez de vivirla”. Pero ese hombre se encuentra en la vida con la realidad de la muerte y será la meditación sobre la muerte y la inmortalidad la preocupación fundamental de Unamuno. Escribió Ortega al saber de su fallecimiento: “Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida, toda su filosofía han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis”. Para Unamuno, la inmortalidad del hombre es la gran cuestión. Ante esta evidencia, ¿es posible meditar sobre cuál sería el verdadero sentido de la inmortalidad?
Tememos a la muerte, ¿por qué?, ¿qué cosas nos gustaría seguir haciendo?, ¿por cuánto tiempo?, ¿en qué condición biológica o etaria? Si alguien todopoderoso nos ofreciera ser niños para siempre, ¿lo aceptaríamos?, ¿o nos parecería un empobrecimiento de nuestra realidad personal, una terrible pérdida de nuestras experiencias de seres adultos, computando la privación del amor en primer plano? ¿Aceptaríamos vivir por siempre a la edad de 80 años, o según una fotografía estática de nuestra biografía, cualquiera sea la edad elegida? Y si pudiéramos optar, y nuestra preferencia fuera seguir envejeciendo, ¿hasta qué edad desearíamos hacerlo?
Muchos de nosotros nos hemos planteado, al menos alguna vez, qué hubiera sido de nuestra vida de haber tomado alguna decisión capital en un sentido diferente. ¿Qué sucedería si tuviéramos a nuestra disposición más de un pasado y se nos concediera la oportunidad de volver a empezar? Personalmente, es más sencillo imaginar qué vidas hipotéticas pudimos haber elegido, por contraposición a nuestra petrificada identidad presente. Ante estos juegos de imaginación, Unamuno hubiera sido contundente: “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo”, dispara en Del sentimiento trágico de la vida (1912). ¿Qué hubiera respondido acerca de una figura concreta de inmortalidad? No lo sabemos. Sí sabemos que clamaba por la inmortalidad del hombre de carne y hueso.
Para Unamuno, el fundamento de la creencia en la inmortalidad no se encuentra en ninguna doctrina: se encuentra en la esperanza. Una esperanza que le dé la razón, nos dice, a Obermann: “Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia”. Sin embargo, nos atrevemos a discrepar con don Miguel: por encima de la esperanza hay una cuestión que nos lleva a apostar por la inmortalidad. Esta apuesta pascaliana es el deseo de continuar viviendo junto a la persona amada. Frente a la realidad oculta de la muerte se yergue la realidad posible del amor. La muerte es un misterio absoluto y, por tanto, no es un misterio real, sino imaginario. Aun cuando hemos visto morir a muchos seres queridos, la muerte no es tangible. El amor, por el contrario, es un misterio presente en esta tierra. El amor crea mundos y por esa, su sin igual potencia, es imitación y semejanza de la realidad divina. El amor es el milagro de permanencia que pone en jaque nuestra finitud personal. La inmortalidad puede ser presentada como el único camino para continuar viviendo junto a la persona amada. Sin la presencia sublime de la persona amada, aun la inmortalidad pierde su encanto de realidad en perfecta plenitud. El amor es nuestra máxima riqueza personal y representa el anhelo más propio de la existencia humana. Unos versos de Unamuno lo atestiguan: “Ella vivía al día y me esperaba, y esperándome sigue en otra esfera, la muerte es otra espera”.