Una voz que habló por todos
Cuando finalizó la tarea de la Conadep volví a instalarme cotidianamente en la Asamblea Permanente por los Derechos humanos (APDH). La tarea había sido buena: por primera vez, oficialmente, y dentro y fuera del país, se recopilaban todos los testimonios disponibles de las víctimas del terrorismo de Estado y de sus familiares.
Nuestra desconfianza la merecía entonces el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, que era renuente a enjuiciar a los máximos responsables de los crímenes de la dictadura desde el mismo momento de su constitución, el 28 de diciembre de 1984. Estábamos seguros de que ese juicio, el militar, no iba a llegar nunca.
La estrategia del presidente Raúl Alfonsín era lograr que fueran los propios militares los que "separaran la paja del trigo": los miembros de las tres primeras juntas de la dictadura eran responsables porque habían dado las órdenes y, por lo tanto, serían exculpados los subalternos en la cadena de mando.
Sea porque los integrantes del tribunal militar estaban inmersos en sus contradicciones, sea porque no lograban articular una argumentación sólida que inhibiera las pruebas acumuladas por la Conadep, el 25 de septiembre de 1984, cinco días después de haber recibido Alfonsín el informe de esa comisión, los militares informaron a la Cámara Federal de Apelaciones que no podían pronunciarse en el plazo estipulado y que, por otra parte, consideraban "inobjetables" las órdenes y acciones que eran objeto de enjuiciamiento. Aunque era evidente que no iban a procesar a sus compañeros de arma, la Cámara les concedió el plazo de treinta días, al cabo de los cuales la respuesta fue similar a la anterior.
¡Por fin llegaba la instancia de justicia con la que algunos nos habíamos atrevido a soñar!
Fue entonces cuando conocimos al fiscal que se avocaría a la causa: Julio César Strassera.
El abogado Alberto Pedrocini y yo -en nombre de la APDH- fuimos a su despacho. Nos recibió un hombre flaco, intenso e inquieto, que no dejaba de fumar y caminaba de un lado a otro mientras tomábamos el horrible café de Tribunales. Le ofrecimos nuestra colaboración para cuanto le hiciera falta y quisiera pedirnos.
Tuvo que pasar mucho tiempo, necesité tomar distancia de toda aquella época para poder comprender las dudas por las que habría pasado y las presiones a las que estaría sometido. Por un lado, todos nosotros estábamos convencidos de que los militares conservaban poder de fuego -lo demostraron con el levantamiento de 1987- y seguramente también Julio Strassera, su familia y amigos lo pensaban. Lo imaginé superando su miedo y conteniendo a los suyos y a sus propios colaboradores. Por otro lado, no estaba especialmente preparado para un juicio oral y público en el que tendría que imputar a los protagonistas de la dictadura más feroz que había padecido el país. No existían antecedentes iguales ni en nuestra propia historia -a cada golpe de Estado tradicionalmente le seguía una amnistía- ni fuera de ella.
Es valiente quien teme y, a pesar del miedo, para alcanzar un fin que merece la pena, supera temores y consejos, y mete mano a una tarea muy dura, durante la cual tendrá que lidiar, como tuvo que lidiar Julio Strassera, con testimonios desgarradores y, al mismo tiempo, mantener la distancia necesaria para poder rebatir con éxito el argumento de los experimentados defensores de los querellados, que, sin excepción, aducían excesos cometidos por sus subalternos.
El equipo de la fiscalía -cuyos integrantes, en su mayoría, tenían menos de 30 años- seguía el paso del jefe sin desmayos, trabajando hasta cualquier hora de la noche y superando con humor el estremecimiento que producían las amenazas.
En tanto, Strassera, el hombre, el ser humano, le ponía carne y espíritu a un funcionario de la Justicia que la sociedad en general no conocía: un fiscal. El hecho de que el juicio fuera oral y público, la repercusión que adquiría el proceso y su temperamento vehemente convergieron para convertirlo en "el" fiscal. En aquel que nos daba voz porque incriminaba en nombre de todos.
La semana pasada, cuando Julio falleció, volvimos a ver el video de su alegato de acusación y a escuchar la frase "Nunca más", que a todos aquellos que vivimos esos momentos nos inunda los ojos de lágrimas todavía hoy. Y también llena de orgullo nuestro corazón por ese hombre que en ese recinto, seguramente, no podía medir la trascendencia de aquella instancia que devendría histórica y provocaría que por la calle, en un bar, los ciudadanos de pie le hicieran saber que lo reconocían, que lo admiraban y le agradecían.
Posiblemente esa retribución y la de su familia fueron el reconocimiento que más apreciaba y que lo acompañó siempre.
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