Una voz poderosa es clave para gobernar
Aunque Cambiemos busque diferenciarse de los excesos comunicacionales del kirchnerismo, no debe olvidar que la legitimidad de un gobierno no la dan sus resultados, sino las voces que lo explican; el poder está en ser escuchado
Al menos como ejercicio, la historia argentina puede contarse como una sucesión de gobiernos que son reflejos invertidos del anterior. Si sólo tomamos la recuperación democrática desde 1983, vemos cómo los sucesivos presidentes intentan ser casi perfectos opuestos.
Los estilos de Alfonsín, Menem, De la Rúa, los Kirchner y Macri fueron una secuencia de volantazos en la forma de administrar y comunicar, donde cada uno pulió con detalle su quiebre con el anterior. Seguro hay más continuidad que la que vemos. La historia despejará la visión y los argentinos del futuro discernirán mejor; aún nos cuesta entender las diferencias terribles que hubo entre los hombres de la generación de 1880, que ahora vemos como un bloque compacto de ideas y políticas públicas.
Pero lo que hoy está a la vista es la diferencia extrema en la forma de actuar. Esta sociedad de opositores, de la que hablaba Ernesto Sabato, se expresa también en cómo se encadenan las curvas entre gobierno y gobierno. Por eso, Macri no innova cuando se construye como el opuesto comunicacional de Cristina Kirchner.
Los gobiernos espejo invertido del anterior abundan en toda nuestra historia. También hubo un fuerte contraste con el pausado Illia tras los huracanes de Perón y Frondizi. Illia buscó "valorizar la normalidad de lo cotidiano", como dijo el historiador Miguel Ángel Taroncher. El presidente radical quería terminar con las batallas de los años previos, cuyos oleajes ahogaban a los propios gobiernos que las generaban. Para Illia, según la politóloga Catalina Smulovitz, "la normalidad era también una crítica al pasado reciente".
Con ese diagnóstico, Illia silenció su voz, pero un gobierno sin voz no es realmente un gobierno. Ya sugirió Aristóteles, hace veinticinco siglos, que un gobernante que no comunica hasta los límites de su ciudad no gobierna.
El propio Illia recordó: "Yo tenía un secretario de prensa, el señor Parodi, que a los seis meses que fue secretario de prensa me dijo: «Y por qué me ha nombrado usted secretario de prensa, ¡si yo no tengo nada que hacer!». Y le dije: «Tiene razón señor, es cierto que usted no tiene mucho que hacer»". El señor Parodi renunció y no fue reemplazado.
La comunicación de la autoridad democrática es un desafío, pues debe equilibrar la potencia y el respeto. Pero la política es el arte de no estar solo, y por eso las alianzas son siempre la decisión clave. En este sentido, la voz es una de las dimensiones de esa política de alianzas, quizá la principal.
El Estado es una enorme estructura presente en todo el territorio, pero eso no le da una voz. Y el poder lo da la voz. Por voz me refiero a quien es escuchado, lo que incluye ser también creído. Por eso, en nuestras sociedades democráticas, el poder más decisivo no lo tienen los fierros, las estructuras, los billetes, ni siquiera las leyes. El poder nuclear es ser escuchado y creído. Por definición, es un poder inestable y frágil, hecho de un material contradictorio, mezcla de cristal y acero, que resiste las balas, y lo dañan nimiedades.
Un año atrás, en la Argentina había tres máximos tenores: Cristina Fernández, Jorge Lanata y Marcelo Tinelli. Hoy no es tan claro el podio. Macri es la voz principal, y el elenco de voces secundarias está en construcción.
La voz de Perón fue la más importante del siglo pasado. Y su poder no estaba tanto en su dominio autocrático del Estado, sino en su capacidad persuasiva, tanto individual como colectiva. Muchos enemigos lo consideraron sólo una perversa simbiosis de propaganda y reparto de dinero público, y por lo tanto el destete del Estado y la prohibición de su propaganda lo extinguirían; pero el arraigo de su voz fue más profunda que eso. Un historiador de los medios, Matthew Karush, asocia esa potente empatía social con la identificación de Perón con la cultura popular de la época de oro de la radio y el cine argentinos en los años 30 y 40 del siglo pasado.
Para gobernar se requiere una voz poderosa, que genere vinculación social con sus decisiones. No importa si se cree que esa voz se fabrica más en el hormigueo constante de las redes sociales o en el heavy metal de los medios tradicionales audiovisuales. Una voz tiene fuerza o no más allá del medio que transite. En 1972, la voz poderosa era la de Perón, quien casi no aparecía en los medios, y seguramente no era la primera vez en nuestra historia que el murmullo social superaba la voz mediática.
La voz fuerte no es la gritona, sino la repetida por otros, la que se estira con ayuda de terceros anónimos que la expanden en la interacción personal; es la que tiene eco, que reverbera en olas concéntricas. El emisor poderoso es aquel cuyo discurso es emitido sobre todo por los receptores.
Un indicador de la fuerza de una voz gubernamental es si la mayoría de los hombres y mujeres comunes de una comunidad puede responder con eficacia las argumentaciones críticas contra ese gobierno.
Para entender la complejidad de la comunicación política, es necesario pensar que la legitimidad de un gobierno no la dan sus resultados, sino las voces que tienen el poder de explicar el sentido de esos resultados. A un gobierno le puede ir mal con la inflación y con el empleo, pero puede tener una voz social con la fuerza para absolverse a sí mismo, e incluso convencer de que sería peor con otro gobierno. Ésa no es la historia de la última década, sino quizá la de la humanidad desde Adán y Eva. No gobiernan los resultados, sino las voces. Si gobernaran los resultados, los fracasos no serían aplaudidos, algo que en política muchas veces sucede.
Además, las voces tienen su público. Algunas son escuchadas en la platea, pero poco y nada en la popular, y viceversa. A veces, las audiencias quedan atrapadas por una voz que les habla porque no hay voces alternativas. Te escucho a vos porque nadie más me habla. Hoy, ¿quién les habla, en serio, a los que menos tienen, a los hundidos? ¿Cómo salir de una voz que puede tener vocación de llegar a todos, pero queda atrapada en límites de clase? En esa audiencia puede haber voluntad de escucha, pero nadie le habla. Si la voz no te envuelve, no te llega, tenés la sensación de que estás fuera de la preocupación del gobierno, aunque no sea cierto. Si no te hablan, sentís que estás solo o sola con tus problemas y necesidades. El kirchnerismo no les hablaba a sectores sociales, de la misma forma que otros sienten que el macrismo no les habla a ellos.
Ante cada nuevo ciclo político, el periodismo tantea su lugar. En general, la discusión es si el cambio es una simulación o si hay, en serio, nuevos valores. Nada menos que Alberdi y Sarmiento, quizá los dos argentinos más brillantes de la política del siglo XIX, se sacaron chispas discutiendo el rol que el periodismo debía tener frente a la construcción de la autoridad democrática que hacía nuestro primer presidente, Justo José de Urquiza. Sarmiento promovía un periodismo vigilante; Alberdi, uno más colaboracionista. Y desde entonces esa discusión se recicla con cada nuevo gobierno.
En esos momentos es cuando funciona la falacia de generalización, usando como ases de espada evidencias poco representativas. Si al puma le encuentran una mancha ya lo acusan de leopardo y lo meten en la misma manada. Y son animales diferentes. Lo mismo pasa en la política. Las profesoras Patricia Nigro y Agustina Blaquier lo explican en su libro Desnudando el discurso político. Falacias, políticos y periodistas, que es un manual de diálogo democrático.
Lo importante no es que un gobierno tenga voz, sino que también nos lleve a algún lado. Por eso, ahora es necesario expandir la imaginación histórica y romper varios espejos. Es cierto que no suele traer buena suerte, pero peor es la suerte de mirar siempre para atrás. La historia es maestra, pero también carcelera.
Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral; su último libro es Guerras mediáticas