Una violación masiva de los derechos humanos
La gestión argentina del Covid redundó en las mayores violaciones de derechos humanos desde 1983. No las más graves, por cierto; aunque sí las más generalizadas. La cuarentena conculcó el ejercicio de las libertades de movimiento, circulación y entrada al propio país, entre otras. Indirectamente, afectó también la libertad religiosa, la privacidad y el goce de derechos socioeconómicos esenciales, como la salud, la educación y el trabajo. Para no mencionar que la situación de incertidumbre legal propició excesos policiales que culminaron en asesinatos.
Por razones obvias, los argentinos asociamos las violaciones de derechos humanos al terrorismo estatal. No obstante, la doctrina abarca mucho más. No solo porque condena infracciones menos abominables, sino porque se aplica además a escenarios de normalidad democrática
Por razones obvias, los argentinos asociamos las violaciones de derechos humanos al terrorismo estatal. No obstante, la doctrina abarca mucho más. No solo porque condena infracciones menos abominables, sino porque se aplica además a escenarios de normalidad democrática.
Las violaciones más graves se producen cuando los gobiernos actúan de manera intencional o premeditada. Ejemplo de ello son los crímenes, las torturas y las desapariciones forzadas de Nicolás Maduro en Venezuela. Pero los Estados también pueden violar derechos humanos por omisión o negligencia. De hecho, las infracciones más habituales suelen ser el producto secundario de políticas bien intencionadas.
A nivel general, los derechos humanos trazan un límite categórico a la acción gubernamental. Para usar la famosa expresión de Ronald Dworkin, configuran "cartas de triunfo" que los individuos pueden jugar ante la invocación del interés colectivo. Naturalmente, los gobiernos pueden restringir su goce por razones legítimas. Excepto por ciertas garantías "inderogables", la doctrina admite suspensiones temporarias en casos de emergencia.
No obstante, dos condiciones son necesarias para las suspensiones: las medidas deben ser estrictamente necesarias, y deben guardar proporción con la amenaza que pretenden conjurar. Ninguna de estas cláusulas parece cumplirse en la Argentina.
Según la experiencia de otros países, la pandemia pudo haberse controlado por medios menos extremos; y mientras el sistema de salud respondiera, la restricción de derechos fundamentales resultaba desproporcionada. La cuarentena debió aplicarse como último recurso, por un período limitado y bajo los estándares de supervisión más estrictos. Así lo entendieron la mayoría de las democracias constitucionales occidentales.
Cuando los gobiernos caen en la cuenta de que han incurrido en violaciones no intencionales, deben ofrecer remedio a las víctimas y sancionar a los responsables. Y también deben rectificar inmediatamente sus políticas. Si no lo hacen, el sistema institucional y la ciudadanía deben forzarlos a rendir cuentas por sus actos. Lamentablemente, los tribunales argentinos se declararon prescindentes; el movimiento de derechos humanos y los intelectuales eligieron el silencio o la reivindicación; y una parte de la oposición, siempre atenta a las encuestas, optó por una fotogénica "colaboración". En el país de los derechos humanos, las violaciones no le importaron a nadie.
Filósofo y politólogo, especializado en la filosofía de los derechos humanos