Una universidad que no quiere escuchar y no se anima a preguntar
La mordaza que la Facultad de Derecho de la UBA le puso al exjuez del Lava Jato Sergio Moro desnuda a la universidad pública argentina. La muestra tal como es: una institución que se resiste a escuchar otras voces que no sean las de su propio eco. Y que ha naturalizado la censura en nombre de un supuesto y falso progresismo. Es injusto, en verdad, decir que eso es la universidad. En realidad, es todo lo contrario, al menos si reparamos en su esencia y en su historia. Pero en eso la han convertido. Una universidad que se resiste a escuchar quizá sea el reflejo de un país al que le cuesta dialogar; un país que se ha acostumbrado a confundir adversario con enemigo y que prefiere la descalificación y el agravio antes que el ejercicio (más trabajoso, por cierto) de la argumentación y el debate.
Una universidad que rechaza la diversidad de voces es la negación misma de la universidad
El caso Moro obliga a recordar lo obvio: una universidad que rechaza la diversidad de voces es la negación misma de la universidad. Es, en todo caso, una institución con espíritu castrense que aspira a la uniformidad y al pensamiento único, que le tiene miedo al pluralismo y se muestra poseída por la peligrosa tentación de la hegemonía ideológica. Es penoso sospechar que, así como suprimen voces que les resultan discordantes, pueden haber suprimido (sin que lo sepamos) la obra y el pensamiento de muchos. ¿Habrán arrumbado libros de autores "inconvenientes"? ¿En Derecho solo leen a Zaffaroni? ¿En Humanidades habrán prohibido a Sebreli? ¿En Letras habrán suprimido a Borges por su afiliación al Partido Conservador? En ese caso, convendría recordarles que solo fue una ironía, "una forma del escepticismo". Pero sin ironía, y con más ganas de aplaudir que de pensar, tal vez aparezca alguien que proponga convocar a Dady Brieva para llenar un aula magna.
Haber callado al exjuez Moro es, en sí mismo, un mensaje perverso hacia los estudiantes. Se les dice que hay voces que no vale la pena escuchar. Pero encierra otro mensaje subliminal: hay posiciones que es mejor no expresar. Si alguien simpatizara con el trabajo de Moro, ya habrá tomado nota de que en los claustros universitarios (igual que en los cuarteles) conviene callarse la boca. El episodio no ha despertado mayores reacciones en las facultades. Apenas parece haber provocado un barullo menor, aunque el asunto ronda abiertamente la vergüenza. Esa falta de reacción entre profesores, estudiantes y graduados reflejaría un "espíritu de cuerpo" como el que impera en las instituciones más arcaicas, retrógradas y verticalistas. Muestra, además, un daño consumado: han anestesiado la rebeldía juvenil. No hay movimientos estudiantiles que reclamen su derecho a escuchar y a formar su propio juicio. Muchos prefieren no meterse y ceder a la hegemonía de un progresismo puritano. Otros ya están fanatizados y defienden la censura con entusiasmo militante.
El "apagón" y la mordaza de los que echaron mano para callar a Moro son, en el fondo, un acto de cobardía intelectual, como siempre es la censura. Acá la víctima no es Moro; las víctimas son la libertad de cátedra, el genuino espíritu universitario y la amplitud de pensamiento. Todos esos valores han resultado heridos por una suerte de provincianismo ideológico que linda con el dogmatismo sectario. Pero todo eso encubre, además, la falta de coraje intelectual. Nadie se animó, al fin y al cabo, a poner a Sergio Moro en el brete de explicar por qué arriesgó su capital de juez independiente para abrazarse a un líder mesiánico de la ultraderecha brasileña. Nadie se animó a preguntarle si su pirueta no fue una concesión a la tentación oportunista del poder. Es más fácil amordazar que debatir. Más cómodo censurar que ejercer el derecho a confrontar ideas y visiones. Ese mensaje de cobardía es, en el fondo, el que la universidad les da a sus estudiantes. Tendría que provocarnos amargura y desazón, si no fuera porque calza mejor la indignación. Alguien podría decir –no sin razón– que, además de autoritaria y cobarde, la censura también es un acto de "pocas luces" que, generalmente, logra el efecto contrario al que se propone: amplificar la voz del censurado, ponerlo en el lugar de mártir. Hay, entonces, algo más para lamentar: una universidad que ha extraviado su inteligencia.
Esto ha ocurrido en una facultad de la UBA. Pero hay que decirlo: expresa, en buena medida, el talante del sistema universitario en su conjunto. Con ligeras variaciones, casi todas interpretan la misma partitura. Son honrosas pero pocas las excepciones. Apenas un puñado de casas de estudio se han distanciado de la intolerancia de la UBA. Tampoco contrastan mucho las universidades privadas. Al menos algunas de ellas están gobernadas por otros dogmatismos: los de un oscurantismo medieval que ni siquiera conserva un linaje de erudición.
La universidad argentina ha hecho ya una tradición en esto de escuchar solo su propio eco y de no ser permeable a otras voces, a otras experiencias, a otras perspectivas, más allá incluso de cualquier sesgo ideológico. Parece asumirse como una institución que mira el mundo con anteojeras. Han convertido el de "universidad abierta y popular" en un eslogan vacío. ¿En cuántas facultades han expuesto referentes sociales como Margarita Barrientos o el Perro Santillán? ¿Cuántas se han propuesto escuchar a empresarios como Marcos Galperín o Gustavo Grobocopatel? ¿Cuántas charlas han dado en claustros universitarios artistas como Charly Alberti o Campanella, deportistas como Ginóbili o talentos como Julio Bocca? Por supuesto que son nombres al azar. Pero quizá sirvan como ejemplos para describir una universidad a la que le cuesta mirar más allá de sus narices, que se encierra en su laberinto de dogmas y prejuicios, que se desinteresa por otras miradas y que empobrece así a sus estudiantes, además de empobrecerse y menoscabarse a sí misma.
El Colegio Nacional de La Plata convoca a Hebe de Bonafini a dar charlas a adolescentes (no a Graciela Fernández Meijide). En Derecho invitan todo el tiempo a Zaffaroni (nunca a Diana Cohen Agrest). En la facultad de "Comunicación" exaltan a relatores y prohíben a periodistas. En el Nacional de Buenos Aires increpan a dos veteranos de Malvinas que intentan dar un testimonio. Varias universidades agasajan a Evo Morales, ¿cuántas a Julio María Sanguinetti? Aquello de la "hemiplejia moral" de la que hablaba Ortega parece afectar a un sistema universitario que ha reemplazado la apertura y el espíritu crítico por la militancia y el adoctrinamiento. Falta que funcione una "policía del pensamiento", con comisarios y celadores que garanticen la "homogeneidad" y exijan juramento de lealtad al ideario que se autodefine progresista.
Para mañana, 10 de junio, estaba programada la conferencia de Moro en la UBA. No importa que finalmente hable en algún otro recinto. En su lugar cabría un minuto de silencio por la libertad de expresión en claustros universitarios. Pero tal vez podamos hacer algo más: alzar muchas voces disidentes; hacer acopio de firmeza y valentía para defender a la universidad. Debemos preservar esa arisca independencia que debería ser seña de identidad de todo universitario. La censura no es una decisión "de la universidad". Es, en todo caso, una decisión "contra la universidad" adoptada por quienes la gobiernan y ejercen el poder como un traje a medida de prejuicios e intereses, no como una obligación con valores que los trascienden. Con la censura, en definitiva, la burocracia universitaria ha ejercido un "acto de poder", solo que con él ha renunciado a algo mucho más poderoso: el prestigio y la autoridad moral.