Una tragedia americana
Por Tomás Eloy Martínez (para La Nación )
HIGHLAND PARK (N. Jersey).- La caída de Richard M. Nixon en 1974 fue un drama sin pasiones. La ruina de William Jefferson Clinton tiene en cambio, sea cual fuere su final, la intensidad y la fatalidad de una tragedia clásica. Cuando la imagen sombría de Clinton apareció hacia las diez de la mañana del pasado lunes 21 en todas las grandes cadenas de televisión de los Estados Unidos, rindiendo cuentas de su vida sexual ante el gran jurado, la escena me hizo recordar las páginas finales de Una tragedia americana , la novela naturalista que Theodore Dreiser publicó en 1925 y que fue llevada al cine con infidelidad y brillo por Montgomery Clift y Elizabeth Taylor, en 1951. El título original de la película era menos pomposo que el de la novela, A place in the sun ("Un lugar al sol"); el de la versión exhibida en la Argentina, Ambiciones que matan , lo convertía en una declaración moral.
Los hermanos enemigos
Muchos de los rasgos que Dreiser atribuyó al personaje de Clyde Griffiths _el antihéroe del libro_ asoman en el Bill Clinton de estos meses. Y a la vez, los primeros años de Clyde se parecen asombrosamente a los de Kenneth W. Starr. En los antiguos mitos, los adversarios eran siempre las dos caras de un destino idéntico, y la desgracia de uno solía precipitar también la del otro. No era raro que fuesen gemelos, como Etéocles y Polinices, o dos versiones de un mismo monstruo, como el león y la cabra que respondían al nombre de Quimera.
El Clyde Griffiths imaginado por Dreiser era el ambicioso vástago de una familia de misioneros evangelistas de Kansas City: creció oyendo a sus padres cantar salmos por las calles y ayudándolos a pedir limosna para obras de caridad. También Starr creció en una atmósfera familiar de religiosidad extrema. Su padre era un predicador fundamentalista de Texas que lanzaba rayos y centellas contra las mujeres en shorts . Ser puritano, para Starr, no es una virtud, es una condición elemental del ser humano.
En la novela de Dreiser, Clyde es un joven impaciente: trabaja como cadete en un hotel de lujo y pronto sucumbe a las seducciones del sexo y del dinero. Tras una serie de incidentes que revelan su falta de principios y de escrúpulos, logra entrar como empleado en la fábrica de un tío acaudalado, en el norte del estado de Nueva York. Vive un fugaz romance con una obrera de la fábrica y la deja embarazada, al tiempo que atrae la atención de la deslumbrante Sondra Finchley, la chica más codiciada de la región. Obligado por la obrera a casarse o a ser desenmascarado, decide asesinarla en un lago solitario. No lo consigue, porque el bote en que navegan vuelca y la obrera se ahoga accidentalmente. Clyde no ha cometido el crimen, pero las pruebas y los testimonios en su contra son abrumadores. Tras un juicio rutinario, es condenado a muerte.
Una atmósfera tóxica
Como Starr, también Dreiser creció en un hogar donde la religión era el centro de la vida, pero esa atmósfera lo intoxicó y terminó huyendo de ella. Su visión de la maldad humana, sin embargo, no difiere de la visión del fiscal. Para ambos, Clyde merece la ruina, aunque no ha cometido ningún crimen. La merece porque sería capaz de cualquier bajeza para alcanzar el éxito y porque es un débil que no sabe afrontar las consecuencias de sus actos. El vano sueño del éxito es, para Dreiser, la gran tragedia americana.
Movidos por el frenesí puritano del fiscal, por el afán de ventaja política de vastos sectores republicanos y por la morbosidad de la prensa sensacionalista, los detalles de la relación sexual entre el presidente y Monica Lewinsky dominan la imaginación de los Estados Unidos. En las últimas dos semanas pasaron algunas catástrofes, pero se pensó menos en ellas que en la patética imagen de Clinton y Monica encerrados en el baño del Salón Oval, sumidos en sus peligrosas distracciones. Eso es lo que enciende la furia vengadora de Starr: la idea de un sexo desenfrenado que se extiende como la peste por los pasillos de la Casa Blanca.
El sexo, ¡Dios mío!, las chicas en shorts , las mujeres con escotes desafiantes. Todo eso, y también _hay que admitirlo_ la envidia. ¿Cómo no va a sentir envidia ese joven aplicado y formal, sin el menor carisma, que asistió al veloz ascenso de otro joven de su misma edad, de sus mismos orígenes y con su misma formación, hasta que el otro se convirtió en el hombre más poderoso del mundo? ¿Cómo no va a enfermarse Starr de la impotencia y de los celos ante una vida que le ha dado tantos dones a su enemigo y tan pocos a él? Para el adusto fiscal, la mera existencia de Clinton es un insulto.
Escenas del drama
Pero, tal como sucede en los sermones fundamentalistas, la fascinación por el sexo ha hecho que, al narrarse esta historia, quedaran en el olvido algunos personajes y episodios portentosos. De todo lo que he leído y oído sobre Monica Lewinsky, lo que me parece más patético es que ella creía haber conquistado a Clinton para siempre. Creía que iba a ser su asesora de educación, su primera dama. "Oh, querido, pienso que tú y yo seríamos un buen equipo", le dijo, imitando tal vez a Hillary.
Es conmovedora la escena en la que Monica, transferida de la Casa Blanca al Pentágono en abril de 1996, llama al presidente por teléfono para preguntarle cuándo podrá volver a verlo. El le promete que la dejará trabajar de nuevo a su lado si gana la reelección. Pasan los meses y Clinton cree que se la ha quitado de encima. En su departamento de Watergate, sin embargo, Monica tiene un almanaque en el que va marcando con lápiz rojo los días que faltan para la reelección. ¿Está enamorada o no entiende nada de lo que le pasa? En cualquiera de los dos casos, es un personaje de telenovela: único, irrepetible, desesperado.
Obsesiones que matan
Esta no es quizás una historia de amor, pero es sin duda una historia de obsesiones feroces, construida por personajes que son alegorías. Kenneth Starr, obsesionado durante años por destruir al abogado de Arkansas que siempre fue su némesis y que de pronto pareció volverse todopoderoso, podría representar el afán de odio o la imagen de la envidia; Linda Tripp, furiosa desde el día en que el presidente declaró ante las cámaras de televisión que ella no era "una persona confiable", se ha visto siempre a sí misma como la encarnación de la verdad, pero más bien refleja la obsesión de venganza; Clinton, tan imprudente con sus aventuras sexuales y tan reacio a admitir sus culpas, aun contra todas las evidencias, tiene la obsesión de la impunidad, y Monica, que persiguió al presidente como un ave de presa creyendo que él acabaría casándose con ella, es la imagen de la ingenuidad, de la ambición, o de las dos cosas. Hillary, por ahora, representa la dignidad, y nadie cree que represente también el perdón. Todos esos personajes, salvo Clinton y Starr, llevan varias semanas de perfil bajo, reservándose para el gran acto final que quién sabe cómo será.
La tragedia que Nixon protagonizó hace un cuarto de siglo produjo toneladas de libros y de documentos, pero sólo dos imágenes memorables: la escueta carta de renuncia que se exhibe a la entrada de los Archivos Nacionales, en Washington, y la encarnizada batalla de dos periodistas de The Washington Post por convencer al país entero de que sus denuncias eran verdaderas.
En cambio, la tragedia de Clinton, pese a que los personajes exhalan una pequeñez inverosímil y a que los detalles son casi ridículos, tiene la grandeza de un combate épico, a muerte. Es una historia idiota que parece escrita por un genio, en la que nadie sabe dónde está el bien y dónde el mal.