Una sociedad con nuevos traumas y temores después del encierro
Tras haber apostado a una sobredosis de cuarentena, el Gobierno parece empeñado ahora, al ritmo de las encuestas, en “vender normalidad” a cualquier precio y dar vuelta la página
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Después de haber apostado a una sobredosis de cuarentena, el Gobierno parece empeñado ahora, al ritmo de las encuestas, en “vender normalidad” a cualquier precio. Se intenta dar vuelta la página como si acá no hubiera pasado nada. Pero empiezan a aflorar, por todos lados, los traumas de un encierro que ha dejado heridas muy profundas en el tejido social y que el poder, con indolencia, se ha negado a reconocer. Volver a las escuelas, a las oficinas, al encuentro social o a la actividad comercial no será un proceso sencillo ni lineal. Lo empiezan a registrar los estudios y relevamientos sobre el comportamiento social, pero –más allá de cifras e indicadores– se percibe en el ánimo y la conversación cotidiana. Hay una sociedad cargada de angustia, agobiada por el impacto psicológico de la incertidumbre, desarticulada en sus rutinas y marcada por una crisis que, como pocas veces, tiene una dimensión económica y a la vez emocional.
Hubo muchas alertas desatendidas sobre el impacto de la cuarentena eterna. El Gobierno no quiso mirar más allá del fundamentalismo sanitario, y hoy aparecen los costos que en su momento se minimizaron. La sociedad comienza a pagar la factura de un descalabro generalizado que arrasó con estructuras laborales, con equilibrios familiares y con certezas básicas de la organización social. Hoy el Gobierno parece negar la paternidad de la cuarentena indefinida y del cierre de los colegios. Pasó de “la normalidad no existe más” (textual del gobernador bonaerense) al intento de clausurar la pandemia por decreto. Las incoherencias quedan cada vez más en evidencia y hasta alcanzan extremos grotescos, como el “pogo militante” con el que se despidió el ministro de Salud de Kicillof, uno de los abanderados más intransigentes del aislamiento y la cuarentena.
El inventario de traumas sociales aún es provisorio. A medida que se retoman actividades se descubren nuevas secuelas. En los colegios había un diagnóstico general sobre la deserción, las regresiones y las dificultades de aprendizaje que provocó la virtualidad. Pero padres, médicos, psicólogos y docentes empiezan a descubrir consecuencias impensadas: “Veo chicos que han perdido motricidad y hasta se han olvidado de cómo se corre”, dice un profesor de Educación Física. “En las aulas los alumnos tienen la mirada perdida y se les nota el desánimo”, dice el director de una escuela secundaria del conurbano. “Notamos que muchos adolescentes han perdido capacidad de concentración y de expresión oral”, apunta un profesor de secundaria. El pedagogo Gustavo Iaies lo ha definido con precisión: “Los chicos están más solos; el año de encierro lo llevan adentro”. Y el consultor Guillermo Oliveto (especializado en tomar la temperatura de las tendencias sociales) habla de “una profunda crisis emocional de desencanto”. Ve “una sociedad frustrada, decepcionada y triste, que ni siquiera tiene energía para la bronca”.
Se corrobora, en definitiva, que la cuarentena no era gratis ni tenía solo efectos económicos. Ha provocado un deterioro anímico y psicológico que abarca distintas dimensiones y atraviesa a todas las generaciones. Los mayores han quedado exhaustos después de un aislamiento prolongado; los chicos y adolescentes lidian con secuelas muy traumáticas. Y en las generaciones intermedias muchos sienten que caminan entre los escombros de una sociedad que ha quedado “dada vuelta”. Se acentuaron sobre las mujeres las presiones laborales, domésticas y de cuidado. Tampoco esto fue dimensionado por un gobierno que abraza los eslóganes del feminismo.
La pandemia llegó a una Argentina que ya sufría dolores enormes. Se apostó, sin medir las consecuencias, a un cierre más prematuro y prolongado que el que asumieron sociedades más ricas. Se estimuló el miedo en una sociedad desconcertada. Y se creó la ficción de que podíamos “ganarle al virus” si nos encerrábamos indefinidamente en nuestras casas. No se quisieron ver los daños colaterales ni se aceptó una mirada más abarcadora y multifacética del problema. Se sacrificaron la educación, la salud psicológica, la economía, la previsibilidad. Se sacrificó incluso la Constitución, aplicando restricciones draconianas por decreto sin atender a reparos jurídicos. Se pisotearon derechos elementales (como el de despedir a nuestros muertos, el de trabajar o circular), se cerraron fronteras con ligereza, se aisló a personas discapacitadas, se dejó a ciudadanos varados, se convirtió a los geriátricos en guetos. Hoy, como era previsible, tanto despropósito empieza a pasar factura.
Nada de eso atenuó la tragedia descomunal de la pandemia. Somos uno de los países que han llorado más muertes. La misma rapidez y dureza que el Gobierno exhibió para el encierro se convirtieron en morosidad e ineficacia para encarar un plan de vacunación. Ahora sabemos que, además del vacunatorio vip, han funcionado otras excepciones. Las visitas a Olivos, en plena cuarentena dura, parecen revelar que “quedate en casa” no era una consigna para “todas y todos”. ¿También hubo “cumpleaños esenciales”? Además de falta de ejemplaridad, habría abundantes dosis de cinismo.
La sociedad que ingresa en un período preelectoral es una sociedad lastimada, a la que no solo la agobia una aguda recesión, sino un desánimo que –en la óptica de muchos especialistas– no registra casi antecedentes. Somos una sociedad en duelo, atravesada por temores e incertidumbres, empobrecida y con síntomas de impotencia. Nos llevará mucho tiempo dimensionar la magnitud del daño que han provocado el desmanejo y la arbitrariedad frente a la pandemia.
Desde la reinstauración democrática, la Argentina atravesó enormes dificultades, pero siempre preservó la libertad. La ciudadanía soportó manotazos al bolsillo (desde picos inflacionarios hasta devaluaciones bruscas, congelamiento de depósitos, corralitos y pesificaciones). Sufrió la ineficiencia del Estado para garantizar la seguridad pública, convivió con la corrupción gubernamental y se resignó al retroceso de los sistemas educativo y sanitario, además de la pérdida de calidad institucional. Pero nunca había sentido, como ahora, que el Estado se metiera en sus vínculos familiares, en su propia intimidad y en las libertades más elementales de la vida cotidiana. Acá hubo un Estado que irrumpió con la policía en una comunión al aire libre y acorraló a una jubilada que tomaba sol en Palermo, que persiguió a runners y remeros, prohibió el encuentro de los nietos con sus abuelos y suspendió la vida de una generación que, con razones de sobra, siente que le han amputado una parte de su juventud. La pandemia ha sido un escudo para atropellar y meter miedo. Porque muchas restricciones (como ahora la de los vuelos para ingresar al país) ni siquiera se han tomado con pesar, sino más bien con regocijo.
Después de todo eso, no se vuelve a “la normalidad” como si acá no hubiera pasado nada. Al miedo por la pandemia se le suma el miedo a un Estado atropellador, ineficiente, arbitrario y rústico para la toma de decisiones. Hay costos tangibles e intangibles, que al menos merecen ser reconocidos.
Un gobierno que ha revoleado el serrucho, sin tomar nunca el bisturí para intentar cierres y aperturas quirúrgicas, ahora pretende dar vuelta la página de la cuarentena sin hacerse cargo de los estragos que ha provocado. Ante un poder que se mira el ombligo, la sociedad enfrenta el desafío de curar sus propias heridas. Harán falta muchos liderazgos ciudadanos, mucha fortaleza y mucha paciencia colectiva para que tantas llagas empiecen a cicatrizar.