Una respuesta que no sea más armas
Después del tiroteo en una escuela de Florida en febrero, en el que murieron 17 personas, hubo dos declaraciones que acapararon la atención. La de David Hogg, uno de los sobrevivientes de la masacre, que instó a los adultos a tomar cartas en el asunto, a no permitir que los sigan matando ("Nosotros somos chicos. Ustedes son los adultos. Tienen que pasar a la acción y jugar su rol. Trabajen juntos. ¡Vayan por sus políticos y hagan algo!"), y la de Donald Trump, que volvió a insistir en su lógica de bravucón: los maestros deben hacer prácticas de tiro para defender mejor a sus alumnos.
Las palabras de Hogg ayudaron a encauzar el enojo y el dolor de miles de estudiantes hacia un movimiento de protesta ciudadana, Never Again Movement (el movimiento Nunca Más), que decidió no aceptar el contrato de "completa normalidad" firmado por diputados y senadores sobre los cuerpos de sus compañeros y que ya movilizó a cientos de miles en todo el país para ejercer presión política como los futuros votantes que son. "Si el presidente Trump quiere venir y decirme en persona que esto fue una horrible tragedia y que no se va a hacer nada al respecto, le preguntaré alegremente cuánto dinero recibió de la Asociación Nacional del Rifle", dijo en una marcha multitudinaria Ema González, otra de las sobrevivientes.
Las palabras de Trump no hicieron más que poner en voz alta lo que ya estaba sucediendo. Desde los ataques y los muertos anteriores -porque es así, las masacres se han convertido en una rutina trágica en Estados Unidos, se escribe sobre "la generación de los tiroteos masivos"- varios distritos escolares vienen realizando prácticas de entrenamiento para docentes, a veces con exagentes del FBI, y en muchas escuelas ya hay maestros con armas.
Con cada nuevo ataque -el último hace dos semanas, con 10 muertos, apenas tres meses después del de Florida- se fortalecen más alternativas en clave de seguridad. Por ejemplo, ahora, un sistema de cámaras de vigilancia que primero recoge las "huellas faciales" de alumnos, docentes y empleados para detectar irregularidades o el ingreso de algún rostro reportado como peligroso.
Cualquier cosa menos revisar la idolatría de las armas. El problema y las soluciones imaginadas para enfrentarlo se inscriben dentro del mismo campo de la lógica de la guerra, una sociedad que se siente siempre bajo ataque y, por lo tanto, consume ilusiones de seguridad propias de la sociedad de control.
Cada vez que un chico acribilla a sus compañeros y maestros de clase, el mundo mira hacia Estados Unidos con consternación. Muchas notas publicadas en los medios norteamericanos reflejan esa conciencia de que son observados como una anomalía. No porque otros países no hayan sufrido tiroteos en escuelas y distintos lugares públicos (Suiza y Alemania, entre los que más). La diferencia, en todo caso, es que ellos hicieron algo al respecto: pusieron las armas bajo control.
Tal vez las causas más profundas del malestar social que después se despacha en una matanza sean muy complejas y por lo tanto difíciles de revertir. Como las estadísticas confirman que casi siempre los atacantes son hombres, muchos sociólogos promueven hoy una perspectiva de género para entender esos estallidos de violencia: se habla de formas de masculinidad opresivas que acorralan en la frustración a muchos adolescentes, porque el machismo no pone en peligro solo a las mujeres, sino que también puede ser una trampa mortal para los varones. Desde esas perspectivas a contrapelo muchas voces hoy promueven que haya más docentes y equipos de psicólogos en las escuelas entrenados no para disparar, no para enseñar cómo hacer barricadas de sillas y mesas donde esconderse, sino para escuchar, para estar atentos, para enseñar (porque eso también se enseña y se aprende) que la frustración puede encontrar otras salidas que no sean la muerte.