Una respuesta inmunológica para enfrentar el cáncer
James P. Allison y Tasuku Honjo fueron galardonados por el desarrollo de un tratamiento de inmunoterapia que mejoró el pronóstico de múltiples tumores
El gran escritor ruso Antón Chéjov, que también era médico, escribió en 1890 una carta en la que hacía mención al hecho de que las infecciones parecían tener la propiedad de retrasar el desarrollo de los tumores malignos, observación que se remontaba a varios siglos. Un cirujano ortopédico contemporáneo de Chéjov, William Coley, que trabajaba en el Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, tomó esa idea y analizó el efecto de las infecciones sobre la progresión de los tumores malignos, suponiendo que la infección estimulaba el sistema inmunológico de defensa del organismo, que, a su vez, sería el responsable de destruir las células malignas. Sus resultados, algunos positivos y otros no tanto, no lograron convencer a la comunidad científica de entonces y sus métodos fueron abandonados.
Con el correr de los años se demostró que las células cancerosas se diferencian de las normales de manera tal que resultan extrañas para el sistema de defensa, algo implícito en las ideas de Coley. Fue el australiano sir Frank Macfarlane Burnet, laureado con el Premio Nobel en 1960, quien propuso que las células del sistema inmunitario están constantemente patrullando nuestro interior para detectar células cancerosas incipientes. En la mayor parte de los casos, las reconocen y las destruyen. Si fallan, puede generarse un tumor maligno. Esta concepción proporcionó el sustento teórico a las investigaciones destinadas a demostrar que el sistema inmunológico puede ser inducido a atacar los tumores ya constituidos. Durante décadas los científicos se dedicaron a desarrollar estrategias que permitieran aumentar la respuesta inmunológica a las células neoplásicas. Aunque se registraron algunos éxitos, en general los resultados fueron poco alentadores y dieron origen al irónico mantra que se hizo popular en esos años y que recordó Michel Bishop en oportunidad de entregar el Premio Lasker a James Allison: "La inmunoterapia del cáncer es prometedora y siempre lo será".
En ese escenario aparece Allison, un bioquímico estadounidense, nacido en 1948 en Alice, Texas, que en la actualidad es profesor en el MD Anderson Cancer Center de la Universidad de Texas en Houston y afiliado al Parker Institute for Cancer Immunotherapy. Allison, uno de los galardonados con el Premio Nobel en Fisiología o Medicina 2018, se dedicó a estudiar la naturaleza de las señales moleculares que regulan el sistema inmunológico que se caracteriza por un sutil proceso de controles y balances. Posee sensores que alertan acerca de la presencia de invasores, aceleradores que estimulan la respuesta a lo que es reconocido como extraño y frenos que mantienen controlado ese proceso, que corre el riesgo de, por ejemplo, volverse contra el propio organismo, como sucede en las enfermedades autoinmunes. Allison aisló y caracterizó muchos de los sensores y aceleradores de este mecanismo. Su esperanza era estimular estos últimos para poner en marcha la respuesta inmune al cáncer, como se había intentado inicialmente.
Pero un hallazgo sorprendente lo hizo cambiar de estrategia: una de las moléculas con las que trabajaba, el CTL4, en realidad actuaba como freno del proceso, el primero en describirse en células del sistema inmunológico. De allí a pensar que desmontando ese freno se podía desencadenar un ataque potente a las células cancerosas había un solo paso, que pudo dar al cabo de una serie de experimentos -realizados en la Navidad de 1994- que confirmaron que la anulación de la actividad de esa molécula frenadora no solo impedía dos tipos de cáncer en ratones, sino que, además, los animales adquirían inmunidad frente a esos tumores.
Comenzó entonces un tortuoso camino para demostrar la efectividad de esa estrategia en tumores de seres humanos. Utilizando la técnica descripta por Georges Köhler y César Milstein, también premiados con el Nobel en 1984, la idea era desarrollar anticuerpos monoclonales específicos contra el freno para encarar estudios clínicos. No fue una tarea sencilla y recién al cabo de dos años Allison encontró apoyo en una pequeña compañía de biotecnología, Medarex, que en 1999 logró desarrollar un anticuerpo conocido como ipilumimab que, al cabo de prolongados ensayos clínicos, esencialmente en un cáncer de la piel, el melanoma con metástasis, fue autorizado para ser utilizado en humanos en 2011, sobre la base de resultados sorprendentes en un importante porcentaje de pacientes con la enfermedad muy avanzada. Incidentalmente, ese éxito hizo que Medarex fuera adquirida por Bristol-Myers Squibb por 2,4 billones de dólares. Con el progreso de las pruebas clínicas resultó evidente que, para muchos pacientes con melanoma muy avanzado, el tratamiento fue milagroso y, a pesar de serios efectos adversos, algunos de esos pacientes están vivos al cabo de 10 años, sin signos de enfermedad. Lamentablemente no es posible en la actualidad predecir cuáles son los enfermos que responderán al tratamiento y no todos los tipos de tumores son susceptibles de ser tratados.
Pero el descubierto por Allison no es el único freno a la actividad de los linfocitos T, las células del sistema inmunitario que atacan a las cancerosas. Simultáneamente con esas investigaciones, Tasuku Honjo, nacido en 1942 en Kyoto, Japón, y que desde 1984 es profesor de la Universidad de Kyoto, describió en su laboratorio otra molécula, conocida como PD-1, que actúa frenando la actividad de esos linfocitos T. Al igual que en el caso anterior, interfiriendo con la acción de esa molécula, se han obtenido efectos dramáticos en el melanoma y en otros tipos de cáncer, aunque también en este caso la respuesta dista de ser universal. Se han utilizado simultáneamente anticuerpos dirigidos a ambos frenos con mejores resultados.
Todo lo anterior sugiere que la terapia de control inmunológico, es decir, la estrategia de eliminar los frenos moleculares que se oponen a la actividad de las células encargadas de defendernos de los agresores externos e internos, como en el caso de las células cancerosas, ofrece una posibilidad concreta de tratamiento y podría incorporarse a las herramientas terapéuticas con las que hoy contamos -cirugía, quimioterapia, radioterapia- para combatir muy diversos tipos de enfermedades malignas.
El caso de los premiados es singular en el sentido de que realizaron hallazgos básicos fundamentales y, a la vez, ellos mismos han logrado conducirlos hasta el éxito en su aplicación al tratamiento de pacientes. Allison describió su motivación como "el deseo egoísta de ser la primera persona en el planeta en saber algo". Ese es el móvil central de los científicos. Agregó: "No tenía la intención de descubrir nada sobre el cáncer, yo quería saber cómo funcionan las células T. Son como soldados: por sí mismas matan cosas. Pero tienen que matar las cosas correctas, ¿no?".
Al recibir en 2015 el prestigioso Premio Koch, Tasuku Honjo señaló: "Como científicos, nunca sabemos hacia dónde nos llevará nuestra curiosidad. Quisiera enfatizar la importancia de la ciencia que deriva de la curiosidad y alentar a los jóvenes científicos a enfrentar el desafío que plantean los problemas básicos que los fascinan, especialmente si se trata de interrogantes que no han encontrado solución durante mucho tiempo".
Es de esperar que los responsables de apoyar la ciencia aprendan de estas experiencias exitosas, reiteradas año tras año, que no hay nada más productivo para la sociedad que estimular el libre desarrollo de la curiosidad humana.
Médico, exrector de la UBA y miembro de la Academia Nacional de Educación