Una religiosidad perezosa
No pocas veces en el relato evangélico, Jesús encara a quienes se le acercan, sean los discípulos que lo siguen o el ciego que demanda compasión, con una pregunta interpelante: ¿qué quieren?, ¿qué quieres?
Y no da por supuesta ninguna respuesta, sino que anima a sus interlocutores a buscar la respuesta por sí mismos, a expresarla claramente. Su intención, más que a la del profesor que examina al alumno, se asemeja a la del padre o la madre que animan al hijo a expresarse, a decir sinceramente lo que siente, lo que necesita, o aquello que se agita en su corazón.
Los que compartimos la fe cristiana creemos que de ese modo nos anima a responder, confía en nosotros y busca ayudarnos a descubrir en lo más recóndito, en lo que a veces palpita y se expresa como una angustia, un sueño, una duda, una esperanza. Para eso nos pregunta, para animarnos a descubrir lo que nos cuesta aceptar que está ahí, y lo que nos cuesta aceptar no son tanto nuestras limitaciones y oscuridades, sino más bien nuestras posibilidades, riquezas y ocultos tesoros. Nos cuesta verlos porque descubrirlos nos compromete. Es más fácil ser un mendigo que pide, más fácil seguir a Jesús a la distancia que preguntar: "Maestro, ¿dónde vives?". En estos tiempos de pandemia, nuestra salud espiritual como creyentes depende de la respuesta que seamos capaces de dar a la pregunta: ¿qué queremos? ¿Solo queremos que se acabe esta pesadilla? ¿Para qué? ¿Para volver a iglesias cada día más desiertas, seguidores de Jesús a distancia, sin compromisos que cambien las cosas que ya estamos repitiendo desde hace tiempo? ¿Será eso la "nueva normalidad" aquella vieja, muy vieja y perezosa "normalidad" de cristianos "con cara de vinagre" como suele decir el papa Francisco?
Para proteger la salud hay que tomar todas las precauciones y recomendaciones que ya conocemos, pero aún está pendiente la otra dimensión de toda persona: ¿qué estamos haciendo por nuestra salud espiritual? ¿Es suficiente reclamar que se abran las iglesias y podamos "ir a misa, confesarnos y comulgar"? ¿Eso es todo?
Es doloroso observar cómo ante esta dolorosa situación han aparecido quienes se han querido aprovechar de lo que ocurre, ya sea tanto política como pastoralmente. En el primer caso, aprovechando las ventajas que ofrece el miedo, se pretenden avances sobre las libertades personales y, en el segundo, se observa una lamentable tendencia a volver a prácticas religiosas arraigadas en el miedo y la culpa. ¿Esas serán las "nuevas normalidades"?
¿Seremos capaces de superar una religiosidad perezosa y llena de manías litúrgicas o ideológicas, para avanzar hacia una búsqueda de Dios ardiente y apasionada? ¿Acaso nuestra salud espiritual está relacionada con lo que hacemos con nuestras inquietudes más profundas y verdaderas?
Quizás para los cristianos sea el momento indicado para atrevernos a responder aquella interpelación de Jesús: "¡¿Qué quieren?!".
Quizás sea el momento de decirnos, y decirle, con sinceridad, que necesitamos una nueva manera de vivir la fe, que queremos ver, que queremos saber dónde vive en nuestro tiempo el Maestro de Galilea.