Una rebelión contra el macartismo intelectual
En el agitado invierno de 2019 una vasta operación militante inundó de correos las casillas de los científicos argentinos. Se reclamaba una firma y se descontaba que la “gente de bien” de esa valiosa comunidad no podía sino adherir –por lógica y moral– a la fórmula Fernández y Fernández. La solicitada en cuestión daba por probados algunos hechos políticos y económicos que, como algunas alquimias y esoterismos de pandemia, carecían precisamente de evidencia científica. El regreso triunfal del rancio Movimiento creado por el general Perón acabaría con la “restauración conservadora” (sic) y terminaría con el “atraso, endeudamiento y pobreza”; también impulsaría el “modelo de desarrollo productivo”, caracterización ideológica y pretensiones operativas que no estaban convalidadas por el análisis objetivo del pasado (la industrialización kirchnerista fue un camelo) y que, vistas desde la perspectiva del lastimoso presente, resultaron exactamente antagónicas a la gestión concreta y a los alarmantes resultados obtenidos al cabo de estos casi dos años de destrucción del empleo y la inversión, y de lucha cultural encarnizada a favor del pobrismo y contra el mérito y el progreso. Es decir: los valores de la clase media, que quedó devastada por una turbia y negligente adquisición de vacunas y una “cuarentena eterna” pésimamente gerenciada por el “gobierno de científicos”. Pero la solicitada a la que estos debían adscribir sin cortapisas se jactaba de estar confeccionada desde “una perspectiva pluralista, desde un colectivo que incluye personas con historias y visiones políticas diversas”. Y fue precisamente esa mentira flagrante la que enervó a la farmacéutica y biotecnóloga Sandra Pitta, que conoce muy bien el paño y sabe que esos mandarines “son muy poderosos, pero sin duda no tienen nada de pluralistas”. La indignación la llevó a firmar la solicitada del viejo Cambiemos, y, según cuenta en su flamante Conicet, la otra cara del relato –otra valiente obra publicada por Libros del Zorzal–, a las pocas horas su nombre estaba “señalado” en varios portales de científicos, y era acompañado por un torbellino de insultos. Pitta no le dio demasiada importancia al ataque piraña, pero tuvo que leer varias veces el mensaje de uno de los convocantes de la solicitada inicial, el director de un instituto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas en La Plata: “¿Volverá a trabajar? –se preguntaba Félix Requejo–. ¿No tendrá vergüenza? Estos personajes son los que necesita Macri, los que se disfrazan, los cobardes, los perversos”.
Cualquier discrepante, como se aprecia, encarna el mal absoluto y entonces se lo coloca a tiro de despido o destierro del círculo al que pertenece por derecho propio. “¿Convocaban a firmar esa solicitada para manifestar adhesión, o más bien para desatar una futura caza de brujas?”, se preguntaba la susodicha. Tenía a su vez una duda cruel: muchos de los que habían firmado ¿no lo habían hecho justamente porque temían por su trabajo o por ser luego estigmatizados y agredidos? No solo estaba en juego el cargo, sino la libertad de expresión y la circulación del pensamiento crítico. Sandra Pitta fustigó también ciertos aspectos de la gestión macrista, pero no podía decir que Macri hubiera perseguido científicos por su ideología, como se sugería todo el tiempo. El 30 de julio escribió otro tuit que cambiaría su vida: “Sé que si ganan los Fernández, de alguna manera me van echar del Conicet. Lo tengo claro. Pero prefiero irme del país antes que tener miedo. Mucho miedo en este país. Demasiado”. En el colectivo, de vuelta a su casa, decidió borrarlo; le parecía exagerado y producto de un mal momento. Ya era tarde: el tuit se había viralizado, y cientos de militantes kirchneristas se unían a la gran Operación Escarmiento. Que culminó poco después, cuando la grey –extasiada por el estadista en ciernes– le organizó a Alberto Fernández una misa pagana en el aula magna de la Facultad de Ciencia Exactas. Un acto partidario transmitido en directo, donde el entonces candidato nombró de una manera bíblica a una mujer ignota: “Sandra Pitta, no tengas miedo, te prometo que te voy a cuidar como a todos ellos”. Primero la científica lo tomó a risa, pero casi de inmediato comenzaron a llegarle pésames, solidaridades y ofrecimientos de ayuda. Fernández la había “marcado” y esa noche ella tuiteó que no la iban a “amedrentar”, aunque no pudo pegar ojo y creyó ingenuamente que por la mañana todo se habría olvidado. Un violento acoso en las redes la volvió a sacudir: junto a feroces anónimos, había allí respetados colegas que la vapuleaban sin piedad; incluso había directores de institutos dependientes del Conicet. “Lo peor no era que Fernández hubiera mencionado el nombre de una científica, sino que los investigadores que lo habían escuchado aplaudieran ese escrache –escribe ahora Pitta–. No es que me asombre esa actitud corporativa: en el mundo científico se suele evitar molestar a los poderosos, porque son estos quienes nos van a evaluar y determinar si somos aptos para recibir la ambrosía, la recompensa de los dioses –es decir, si nos van a favorecer con subsidios, becarios y demás favores–, o si, por el contrario, nos van a desterrar del Olimpo”. En ese microcosmos la aplicación de correctivos es moneda corriente y las declaraciones de independencia salen muy caras. Muchos científicos del Conicet, sin embargo, se negaron a aplaudir en esa aula magna y mantuvieron una opinión muy crítica hacia la facción que destruyó el sistema estadístico y que lleva adelante ahora un populismo rústico, rapaz y milagrero.
El propósito es construir castas de intelectuales al servicio de un sistema de poder, que los requiere como coartada para políticas indefendibles
La soberbia y el bullying tuvieron, sobre Sandra Pitta, un efecto no deseado: en lugar de reducirla a su mínima expresión, la agrandaron; en vez de hundirla en el ostracismo, la transformaron en una voz activa y en una precandidata a diputada nacional. El tiro les salió por la culata. Su libro narra las grandes mentiras y tejemanejes de la comunidad científica –integrada, como todas, por miserias y grandezas–, pero su caso no es aislado. El kirchnerismo, como una fuerza de ocupación, se ha propuesto desde hace casi veinte años copar segmentos cruciales de la enseñanza superior, con intención de adoctrinamiento y de crear verdaderas usinas intelectuales de la política oficial. Dominan las cátedras, manejan los fondos, direccionan los programas y los premios, y llevan la voz cantante en las reuniones y los chats de camaradas; ejercen patrullaje ideológico permanente y propenden a los comisariatos políticos y a la adscripción entusiasta, o al menos a la mansedumbre silente de quienes no están convencidos. Este estalinismo de claustro reduce a la nada la discusión abierta y los debates de ideas: si alguien saca los pies del plato, es reprendido y acorralado; lo postergan, lo castigan, lo aíslan, lo borran. Lo cancelan. Al amigo todo, al enemigo ni justicia.
El propósito consiste en construir castas de intelectuales al servicio de un sistema de poder, que los remunera por los servicios prestados y los requiere de vez en cuando como escudos humanos, como coartada para políticas indefendibles y como propaladora de ocurrencias y supercherías. El fenómeno se reproduce en el mundo del espectáculo y de la cultura, en la sociología y en tantas otras zonas, y pocas facultades de excelencia están a salvo de estos macartismos impunes, que comienzan a ser enfrentados por los espíritus libres. Porque el statu quo, con sus prepotencias y desvaríos, está generando una rebelión clandestina y vigorosa.