Una progresía que vendió su alma al diablo
“El ideal de la libertad fue puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios, y todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales reunidas originalmente bajo el vocablo de ‘izquierda’, fueron embridadas al servicio del empobrecimiento y la servidumbre –sostenía el filósofo Jean-François Revel, y agregaba–: Esta inmensa impostura ha falsificado todo el siglo XX, en parte por culpa de algunos de sus más grandes intelectuales. Ha corrompido hasta en sus menores detalles el lenguaje y la acción política, invertido el sentido de la moral y entronizado la mentira al servicio del pensamiento”. Sus invectivas contra el establishment intelectual y contra el falso progresismo no han envejecido en estos años de “socialismos del siglo XXI” y neopopulismos orgullosos y soberbios: Mario Vargas Llosa vuelve a reivindicar a este pensador valiente y controversial en su flamante libro Un bárbaro en París (Alfaguara), que reúne una serie de ensayos y culmina con su reciente discurso de ingreso a la Academia Francesa. Allí el Nobel peruano rescata los combates ideológicos de Revel al recordar que Antonio Gramsci –fuente fundamental de Ernesto Laclau y de la “izquierda nacional” latinoamericana– innovó el marxismo quitándole a la clase obrera el monopolio del cambio y otorgándole un peso decisivo a la intelligentsia, y por lo tanto a las “batallas culturales”. Revel recoge el guante al comprobar que, algunos años después, los peores y más nocivos enemigos de las prósperas democracias occidentales no eran los autócratas extranjeros, sino los objetores internos. Y que estos habían logrado limar el sistema de libertad mediante “una continua y despiadada penalización” de la democracia y un conveniente ocultamiento de las catástrofes económicas y las aberrantes violaciones a los derechos humanos que se operaban en los regímenes autoritarios.
Revel la emprendía con las grandes “vacas sagradas” y Vargas Llosa lo explica con este interrogante polémico: “¿No hemos tenido muchos lectores no especializados, en estas últimas décadas, leyendo o tratando de leer a ciertas supuestas eminencias intelectuales de la hora, como Lacan, Althusser o Jacques Derrida, la sospecha de un fraude, es decir, de unas laboriosas retóricas cuyo hermetismo ocultaba la banalidad y el vacío? Hay disciplinas –la lingüística, la filosófica, la crítica literaria y artística, por ejemplo– que parecen particularmente dotadas para propiciar el embauque que muda mágicamente la cháchara pretenciosa de ciertos arribistas en ciencia humana de moda”. Para salir de este género de engaños, añade, hace falta no solo coraje para nadar contra la corriente; también la solvencia de una cultura que abrace muchas ramas del saber. Revel, gran heredero de Raymond Aron, poseía esas extraordinarias dotes. Luego explica Vargas Llosa que la situación en países subdesarrollados es aún más patética, puesto que muchos docentes y escritores se pliegan a este proceso de demolición democrática por razones de mero oportunismo: “Ser ‘progresista’ es la única manera posible de escalar posiciones en el medio cultural –ya que el establishment académico o artístico es casi siempre de izquierda–, o simplemente, de medrar ganando premios, obteniendo invitaciones, hasta becas de la Fundación Guggenheim. No es casualidad ni un perverso capricho de la historia que, por lo general, nuestros más feroces intelectuales ‘antimperialistas’ latinoamericanos terminen de profesores en universidades norteamericanas”.
La progresía argenta presta un formidable servicio a los señores feudales del peronismo
Revel no eludió, en ese sentido, las críticas a los grandes medios de comunicación, y se dedicó a demostrar con datos concretos las coberturas manipuladas y prejuiciosas del Tercer Mundo que realizaban publicaciones tan prestigiosas como The New York Times, Le Monde, The Guardian o Der Spieguel. Según el filósofo francés, que además había fungido como editor periodístico, en naciones catalogadas “como ‘progresistas’, la miseria endémica, el oscurantismo político, el caos institucional y la brutalidad represiva eran atribuidos, por una cuestión de principio –acto de fe anterior e impermeable al conocimiento objetivo–, a pérfidas maquinaciones de las potencias occidentales o a quienes, en el seno de esos países defendían el modelo democrático y luchaban contra el colectivismo, los partidos únicos y el control de la economía y la información por el Estado”.
Ninguno de estos conceptos –todos fascinantes, algunos discutibles– parece haber envejecido. Nos siguen resonando con fuerza, aunque el fenómeno de las redes sociales les haya arrebatado a los “catedráticos comprometidos” (con el antisistema) y a los “formadores de opinión” (antirrepublicana) la exclusividad de la palabra y, en consecuencia, ciertas batallas culturales ya no sean tan fáciles de ganar. El autor de Conversación en La Catedral es menos pesimista que Revel: piensa que los pueblos suelen ser más sabios que la intelligentsia. Pero mentiras, tiranías, privilegios, empobrecimientos y servidumbres siguen siendo lacras que rondan al populismo de izquierda, nave adonde fueron a parar nacionalistas de diverso pelaje, excomunistas resentidos y hasta algunos socialdemócratas insolados. Aquí y ahora la progresía argenta presta un formidable servicio a los señores feudales del peronismo, lo que no deja de ser una triste ironía de la vida. Les provee discursos altruistas a los cínicos y lujosas armaduras culturales a los corruptos, y logra con un ventajoso “plan canje” cajas millonarias y poltronas institucionales, desde donde adoctrina y respalda a los propios, y también desde donde aplica castigos y censuras a los críticos, incluso con listas negras. Este progre falsificado, que acompaña un proyecto hegemónico y sueña con un Nuevo Orden, le ha extendido un certificado de respetabilidad a un presidente que vapulea en público y con una violencia verbal pocas veces oída a la Corte Suprema –a la que elípticamente se la acusa de no brindar impunidad política– y que se jacta de haber apoyado a las dictaduras de Cuba y Venezuela. Es la misma grey que, con gran desfachatez y sentido del ridículo, aplaude al cacareo de ser una nación que proveerá de energía al mundo, y luego silba bajito y sale en puntas de pie cuando un apagón vergonzoso deja a veinte millones de personas a oscuras. Es el progresismo del 100% de inflación y 17 millones de pobres. El mismo “sujeto histórico” que celebra frívolamente y hasta canta la marcha peronista –la letra se la aprendió hace poco– cuando sobre la tremenda crisis de financiamiento de las cajas previsionales sus legisladores votan patrióticamente una moratoria para quienes aportaron poco o nada –el peronismo creó la informalidad que hoy denuncia, deterioró las jubilaciones y envía ahora señales desalentadoras para los únicos que hicieron los deberes–, agregando de paso déficit fiscal, hipoteca al Estado y por lo tanto más presión inflacionaria y más deuda y aún más pobreza. Ese truco populista e irresponsable, que sólo tiene por objeto captar votos en la difícil coyuntura y que es un pagadiós, le parece al frívolo de Palermo Rúcula una política distributiva y un acto de justicia social, y sobre todo, un insumo que le permite calmar su mala conciencia. Son los mismos personajes que se plegaron a una campaña de demonización contra Lionel Messi por sacarse una foto con el presidente de la Fundación FIFA, y que luego tragaron saliva al ver que en el contexto de esa sandez agresiva un grupo mafioso baleaba en Rosario el supermercado de la familia del gran capitán. Y que todo el planeta se enteraba al instante del apogeo alcanzado por el narcotráfico bajo la administración kirchnerista: el propio ministro de Seguridad confesó que el fenómeno había comenzado hace veinte años, justo cuando ellos se hicieron cargo del poder. Nada de todo esto –ni siquiera el estrepitoso fracaso de su modelo económico– disuade a estos guerreros de la “batalla cultural”. “Un régimen puede, por razones políticas, optar por la bancarrota económica”, observaba Revel. Como sea –le responderían los progres–, siempre nos quedará la “derecha”, ese monstruo al que acusar de todo. La “derecha” –replicaría Revel– es “el chivo expiatorio de los inútiles”.