Una proeza cultural
El estreno iberoamericano en el Teatro Colón de la ópera Die Soldaten, del compositor alemán Bernd Alois Zimmermann, fue sin duda uno de los acontecimientos culturales del año.
Se trata, según el consenso unánime de los especialistas, de una de las óperas más difíciles del repertorio, si no la más compleja, tanto en el aspecto musical como en el escénico. A esto cabría agregar una complejidad emocional que no deja indemne a ningún espectador.
Vi esta ópera -que se hace muy poco en el mundo- en el Festival del Lincoln Center de Nueva York, con puesta de David Pountney en el marco de la Rurhtriennale, y me resultó una experiencia sobrecogedora. Lo es por la historia de una mujer que en época de guerra se involucra con un militar y a partir de allí vive una sucesión de vejaciones que la convierten en un ser marginal, a quien ni siquiera su padre es capaz finalmente de reconocer. La ópera se estrenó en 1965 y tiene la carga pesadillesca de la posguerra alemana, pero la historia es de Jakob Lenz, un escritor centroeuropeo del siglo XVIII; se trata, es evidente, de un tema universal. La clave de su complejidad es el trabajo que, primero Lenz y luego Zimmermann, realizan sobre la simultaneidad: numerosas escenas suceden al mismo tiempo como en El Aleph, de Borges, planteando un desafío formidable para artistas, públicos y organizadores.
Cuando asumí la dirección del Teatro Colón, pensé de inmediato en programar esta ópera. Muchos artistas y colaboradores se mostraban entusiasmados con la idea, pero al mismo tiempo me desalentaban de hacerla. La veían como un esfuerzo enorme con escaso rédito y muchos riesgos. Lo tomé entonces como un desafío personal, como un salto un vacío. Llamé a Pablo Maritano, un talentoso director de escena egresado del Instituto Superior de Arte del Colón, que nunca había hecho una puesta en esta sala, y aceptó mi propuesta. Luego, a sugerencia de Martín Bauer, propuse la dirección musical a Baldur Brönnimann, un joven director suizo que había dirigido varias obras contemporáneas muy difíciles en el Colón en los últimos años, y también aceptó. A partir de entonces, se puso en funcionamiento esa fabulosa maquinaria que es el Teatro Colón, con sus cuerpos artísticos y escenotécnicos, con todo su potencial humano, que desembocó puntualmente en el impresionante estreno del pasado martes 12 de julio.
El hecho es una proeza cultural para nuestra región -y aun para muchos países europeos que todavía se deben Die Soldaten-, pero no es una proeza aislada. Al contrario, es la actualización de la trayectoria de un teatro que ha llegado a ser una de las grandes salas líricas del mundo gracias a su vocación histórica por ponerse a la vanguardia en materia artística. Cuando el actual Teatro Colón se inauguró, en 1908, heredó una sociedad en pleno crecimiento, ya próspera, con inquietudes culturales propias de la mixtura entre la riquísima inmigración europea y la población local. Una sociedad en la que, aun con comunicaciones infinitamente más precarias que las actuales, se lograban estrenar las óperas de los grandes autores del momento, como Giacomo Puccini o Richard Strauss, con escasa diferencia de sus estrenos europeos y aun antes que en Estados Unidos. Un país que los grandes compositores, directores de orquesta, cantantes, músicos, coreógrafos, bailarines visitaban más de una vez para trabajar en él antes que en otros países hoy considerados centrales. Baste mencionar los nombres de Arturo Toscanini, Camille Saint-Saëns, Giacomo Puccini, Vaslav Nijinski con los Ballets Russes, Richard Strauss con la Filarmónica de Viena, por no mencionar la pléyade de artistas que aquí encontraron refugio en épocas de guerra.
Con Die Soldaten, el Teatro Colón se puso una vez más a la altura de sus pares más importantes del mundo por su capacidad de renovarse y actualizarse, acaso el capital más importante que posee. Es una de las pocas instituciones de la Argentina que ha logrado esa calidad incuestionable que va más allá de su belleza arquitectónica y sus condiciones acústicas. La clave es su capacidad de llevar adelante un proyecto colectivo -deuda fundamental de la Argentina, que aquí comienza a pagarse- y a través de un gigantesco equipo que aúna fuerzas en apariencia dispares, como las que responden al esfuerzo físico y a la sofisticación intelectual, lograr un resultado artístico de primer orden, capaz de conmover, impresionar y generar pensamiento. Los enormes recursos en términos humanos, escenográficos, aun de instrumentos requeridos por la orquesta gigante que pide Zimmermann, fueron organizados de manera tal que todos desembocaran en ese resultado soñado. En una enseñanza formidable, el Teatro Colón demuestra así la capacidad de nuestros hacedores de salir de la "zona de confort" y lograr esa alquimia mágica que hace posible lo imposible.
Director artístico del Teatro Colón