Una parábola oriental y viajes en verso
Shunga explora la pasión, la traición y el castigo, mientras Travesía funciona como bitácora de destinos y paisajes
¿Qué resultaría de combinar, en la medida adecuada, los infortunios de la Justine de Sade, el orientalismo violento de Tarantino en Kill Bill y la refinada estética del arte erótico japonés? Probablemente algo muy parecido a Shunga (Evaristo), la más reciente novela del argentino Martín Sancia Kawamichi.
El autor organiza su historia -fantástica, perversa, tersamente narrada- en tres partes. Un tríptico cuya escritura tiene una materialidad casi pictórica y que se corresponde con el orden en que evoluciona esta parábola sobre el amor y el odio, la pasión, la traición y el castigo, donde la moraleja viaja implícita.
El argumento -que no desdeña ribetes policiales- avanza en sucesivos pliegues. Kotaro y Kazuma se conocen desde la época en que ambos aspiraban a convertirse en artistas. Todos temen al cruel gigante Kazuma, usurero que goza cobrándose sus deudas en carne humana, preferentemente de mujer joven. Pero Kotaro no le teme. Entre ellos ha primado siempre el respeto y ahora se encuentran unidos -y separados también- por tres mujeres: las hermanas Izumi, actrices adolescentes que el gigante ha esclavizado en prenda de viejas cuentas que su padre no ha podido saldar.
Kotaro, en cambio, quiere a las chicas en su casa, y está dispuesto a colmarlas de lujos para que Kohana, Mako y Ukemi se turnen día y noche en un llanto ininterrumpido por la muerte de su amada esposa Oriko.
Fantasías, ensoñaciones, fantasmagorías y encuentros brutales van tejiendo la trama que envuelve a los personajes de Sancia Kawamichi, con los que el autor juega un rico juego literario: como sus criaturas o bien son poetas, o bien llevan un diario, o refieren antiguas fábulas y leyendas o se aficionan a la pintura, Shunga es una novela con atractivas incrustaciones propias del género lírico, del cuento, de la confesión íntima y aun de la reflexión sobre las disciplinas plásticas, que el lector agradece.
* * *
Roberto Raschella lo señala acertadamente en la contratapa de Travesía (La Yunta): Fernando Valli, poeta -entre otros oficios artísticos o artesanales que cultiva con igual fervor-, tiene el don de la mirada. El título de su libro alude a su pasión por los viajes, y sus poemas conforman una bitácora de esos destinos cercanos o remotos, de sus habitantes, a veces, pero sobre todo de sus paisajes naturales. Las ciudades, aquí, aparecen poco, y cuando lo hacen, son expuestas como meras excrecencias, efectos colaterales de la actividad humana; un malentendido de la idea de progreso.
Cinco capítulos dan estructura a sus textos: "Épica", "Niñas mediterráneas", "La otra tierra" y "Residencia". En todos Valli cultiva el mismo hedonismo de la naturaleza, sutilmente velado por la melancolía de lo que se sabe efímero: la felicidad y la existencia del propio poeta en ese mundo hecho de sol, mar, playas y árboles, peces y pájaros.
Valli suele aproximarse a su objeto a tientas, a golpes de intuición y logra así imágenes de austera belleza, como la descripción de las "niñas mediterráneas": "olivas calmas/ de movimiento marino/ pequeños volcanes/ arena negra en sus orillas/ islas chatas/ manchando el mar".
Shunga. Martín Sancia Kawamichi, Evaristo
Travesía. Fernando Valli, La Yunta