Una oportunidad perdida
La muerte de Nisman sacó a las calles a gente deseosa de mostrar su enojo con el Gobierno, en especial con la Presidenta, blanco de todo tipo de insultos y hasta del calificativo de "asesina". Muchos de los manifestantes portaban carteles en los que se leía "Yo soy Nisman"; en otros se había escrito "Je suis Nisman". ¿Acaso sintieron, como los franceses hace unos días, la necesidad de ser protagonistas visibles para repudiar una tragedia de incalculables consecuencias? Evidentemente, sí.
Pero Buenos Aires no fue París, y así como Nisman estuvo inexplicablemente solo en vísperas del día más importante de su carrera, también quedaron solos los que en todo el país sintieron que debían salir de sus casas para exigir justicia.
En París y en cada rincón de Francia se volcaron a las calles millones de personas. Aquí, no. La Plaza de Mayo estuvo cubierta hasta no mucho más allá de la Pirámide. Y en el resto de los barrios porteños y ciudades del interior tampoco hubo algo abigarrado, de todos. Nada que ver con otras enormes protestas callejeras originadas en asuntos menos graves que el de Nisman.
Pero también hubo una diferencia cualitativa. En Francia, la ciudadanía percibió que lo ocurrido iba mucho más allá de algo de por sí gravísimo como un ataque a la libertad de prensa, y salieron todos. Franceses puros se mezclaron con otros nacidos de la unión de latinos con africanos; católicos y judíos, musulmanes y protestantes, partidarios del gobierno y opositores, ricos y pobres. Era un pueblo conmovido, tal vez por miedo, que sintió que había muchísimo en juego, que debía salir.
Aquí únicamente antikirchneristas se congregaron para protestar. Y sólo unos pocos de ellos, como si los demás estuviesen resignados y creyeran que es inútil pelear por un país mejor. El resto lo miró por televisión o siguió en lo suyo. Hoy, entre el común, Nisman pasará y, de a poco, la Argentina volverá a ser un país que nace en San Clemente y termina en Miramar.
Los franceses coparon las calles por la matanza de doce personas en una revista. La inmensa mayoría de los argentinos reaccionó pasivamente frente a la noticia de que el hombre encontrado con un tiro en la cabeza era el que estaba a punto de presentar pruebas que podían comprometer a la Presidenta en algo vinculado nada menos que con el atentado a la AMIA.
Por supuesto, son hechos incomparables por donde se los mire. Sin embargo, tienen un punto en común: representan para el futuro una amenaza ante la cual los pueblos pueden hacer algo más que esperar el día de las elecciones para decidir a quiénes premian y a quiénes castigan.
No cabía esperar que se volcaran a las calles los millones que sobreviven como pueden de los planes sociales del Estado y a quienes el Gobierno asusta diciéndoles que lo perderán todo si el kirchnerismo deja el poder. Pero, ¿qué pasó con otros millones que están en la franja que movió el consumo durante los últimos años. ¿Acaso el voto licuadora sigue estando por encima de todo? ¿O, peor aún, es que la división que generó el kirchnerismo ha tornado irreconciliables a unos y a otros pase lo que pase?
En sus primeros balbuceos ante el hecho, dijo el Gobierno que en la Argentina perduran reductos mafiosos. ¿Pensarán quienes simpatizan genuinamente con el kirchnerismo que esas mafias jamás llegarán a ellos ni a sus seres queridos? ¿Se preguntarán por qué, después de un poder que durante doce años lo controló todo, hay reductos mafiosos capaces de entrometerse en la vida de un fiscal hasta llevarlo a la muerte?
Frente a la tragedia de Nisman, los argentinos perdieron la oportunidad de gritar que no toleran vivir en un país en el cual un fiscal que investiga al poder termina con un tiro en la sien. Llenar las calles como hicieron los franceses hubiese constituido una seria advertencia para Cristina, pero, lo más importante, para el que puede venir, llámese Binner, Carrió, Randazzo, Scioli, Macri, Massa, Cobos, Sanz o quien termine siendo.
Los franceses dejaron un mensaje potente que trascendió las fronteras de su país. La inmensa mayoría de los argentinos quedó paralizada, como si la muerte del fiscal fuera un problema de otros, como si el suyo no fuera hoy un país huérfano y oscuro.
El caso Nisman también será recordado como la oportunidad perdida.
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